Charles Lyell y Canarias

Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia

Juegos de adolescencia

La pasión por el juego se inició en la escuela a finales del primer año y alcanzó su cénit a mitad del siguiente semestre. Primero fue las damas, a penique la partida; luego algunos trajeron las cartas, pero como eran ilegales, los estudiantes mayores las suprimieron. Las damas, sin embargo, y apostar en el juego o a favor de otros jugadores, continuaron y cuando todo nuestro dinero se había evaporado apostábamos como salvajes nuestra comida, y nos habríamos jugado la ropa si hubiera formado parte de nuestros bienes disponibles. Era común oír este desafío: “Apuesto mi rebanada superior del miércoles contra tu rebanada inferior del viernes, que te gano a cinco juegos”. Debes saber que esto era apostar medio desayuno contra otra mitad, pero como las dos rebanadas del sandwich eran de distinto valor, pues la de arriba, como la llamábamos, era menor que la de abajo, el mejor jugador que deseara tentar a su antagonista dándole ventaja, o bien apostaba su rebanada inferior de pan relleno contra la rebanada de arriba del contrincante, o la del día siguiente contra una a pagar varios días después.

Los colegiales suelen ser como lobos voraces y la comida siempre se les hace poca. Hacen mucho ejercicio, suelen disfrutar de buena salud, no están sobrealimentados como en casa y devoran su porción asignada. Por eso puedes imaginar la miseria del jugador hambriento que, cuando sonaba la alarma para el desayuno, se veía obligado a sentarse en medio de los demás, que comían pan con mantequilla y bebían un vaso de leche caliente y agua, sin tener más que media ración o a veces nada. El pago siempre se llevaba a cabo con rigor, pero algunos eran capaces de prestar si alguien lo necesitaba, aunque normalmente lo hacían cobrando intereses. “Si me dejas media rebanada hoy, te la devolveré entero el sábado". Algunos de los que perdían su desayuno varias mañanas consecutivas, entre los cuales ocasionalmente me encontraba yo, adquirieron la costumbre de quitar uno de los barrotes de hierro de las ventanas y colarnos en el salón de desayuno, o robábamos cuando se dejaban la puerta abierta mientras John Budd, el proveedor, salía a buscar la leche, dejando a la vista el pan y la mantequilla. Una vez dentro le daban pequeños mordiscos a las rebanadas más grandes. Los pillaron más de una vez en sus robos y se los juzgó severamente por los otros chicos, sin la intromisión de jueces o jurados. Yo era bastante astuto como para escapar antes de que me castigaran, pero siempre estaba muerto de miedo; en una ocasión que escuché a Budd acercarse, no tuve más opción que ocultarme la cara y salir corriendo, después de golpearle y derramar por el suelo la mitad de sus provisiones de leche. Por tales estragos presentó sus quejas ante los magistrados, que con sus indagaciones llegaron pronto a la raíz de la maldad y regularon que ningún niño debería pagar más de la mitad de su desayuno cada mañana. También mantuvieron la vigilancia en la sala del desayuno.

La pasión por el ajedrez sucedió a las damas y me entregué a él con mucha dedicación, con gran detrimento de mi aprovechamiento escolar. En vez de ejercicios más completos, como el fútbol, el cricket, el frontón, etc., me confiné en otros durante las horas de juego en la sala de estudio, sobre un tablero de ajedrez, con la mente excitada con el mismo tipo de sentimientos que nos invaden al apostar, y el cansancio subsecuente quizá sea aún mayor. En lugar de dedicar media hora extra a trabajar para alcanzar mejor puesto en el “Classicus Paper”, buscaba formas de jugar al ajedrez sin ser visto en las horas de clase. Al final del segundo semestre, una nueva afición tomó posesión de mí: la música. Uno de los chicos tenía un flageolet, otro una flauta, y tocaban tolerablemente bien. Mr. Ayling también tocaba bien la flauta. Yo tenía buen oído y tenía deseos de acompañar, así que me puse a practicar con una flauta de octava y cuando regresé a casa mi padre me dio una de sus flautas grandes, que en un tiempo él tocaba muy bien. Como yo siempre me entregaba a mis aficiones con energía pronto aprendí a tocar algunas canciones a partir de sus notas, y a acompañar. Algunos de los chicos que tenían mejor oído eran buenos tocando la flauta, como para hacerlo al unísono; y como no hay sonidos discordantes en los instrumentos de viento, al menos en las flautas, la música que hacíamos no era ni mucho menos despreciable y era muy admirada por los chicos.

Flageolet Flageolet

Puesto que se organizaron algunas representaciones teatrales, formamos una orquesta regular para tocar en los entreactos: tres flautas, dos octavas, una pandereta y, por ser un acompañamiento melódico, un triángulo. En dos años ya contaba con ocho flautas en “mi banda”, como se llamaba, de la que he de decir que yo resultaba ser un inmerecido líder, ya que otros dos integrantes, muy buenos músicos, habían recibido clases. Al final el Doctor Bayley se hartó del sonar continuo de flautas, que se oía hasta su casa, pero no sabía cómo interferir. Un día observé que una de las mesas del salón, cuando se la colocaba de una forma en particular, producía un sonido parecido al de un timbal al vibrar los largos tablones del medio. En consecuencia trasladé a mi banda al salón comedor, para gran deleite de los chicos, pero esto llamaba la atención de mucha gente en la calle todas las tardes, y dio al Doctor una excusa para ponerle fin.

Nuestro primer profesor de francés, Monsier Flambard, un emigrado, se había ido, y en su lugar llegó Monsieur Simon, quien creía en el magnetismo animal y parecía un violinista purasangre. Tocaba bien, y como no tenía público que le escuchara, deseaba unirse a nosotros e instruirnos. Pero sus cánones de aplicación iban más allá de lo que colegiales ociosos podían tolerar. A la mayoría de los chicos les gustaba el sonido de nuestras flautas más que los débiles y magros sonidos de sus cuerdas, aunque en verdad tocaba de manera excelente y sospecho que había sido violinista profesional en alguna orquesta en los teatros de Londres. De modo que tras varios intentos infructuosos para enseñarnos a interpretar una obertura con él, nos abandonó, protestando por no encontrar de principio a fin ni una sola nota afinada en nuestros ensayos. Supongo que tenía algo de razón, pero todos consideramos esta crítica hacia nuestros talentos musicales como una vil calumnia, y llegamos a la conclusión de que sentía envidia por la melodía superior de los instrumentos de viento; su miserable violín y las actitudes que adoptaba, así como sus constantes apelaciones a no tocar tan alto en los “pasajes más suaves” y otras instrucciones, llegaron a convertirse en bromas habituales y objeto de burla. Al final, fingimos estar profundamente arrepentidos y le engatusamos para que volviera a nuestros ensayos vespertinos. Justo cuando estaba tocando un solo para su inmensa satisfacción, todos nosotros, a una señal, irrumpimos al unísono con flautas, tres pífanos, triángulos, panderetas y todo el ruido que podíamos hacer, para infinito deleite de los espectadores. Estoy seguro de que ni “El músico rabioso” de Hogarth habría ofrecido un cuadro mejor.

Como al segundo año de mi estancia en Midhurst, antes de que Tom fuese al mar, Lady Ramsay (de Bamff, Perthshire) puso a sus dos hijos mayores en la escuela del Doctor Bayley, debido a que mi padre nos había llevado a nosotros allí (Sir James R. y su hermano George, quienes más tarde fueron a Harrow). Ella solía llevarnos a pasear los domingos una vez cada quince días, una experiencia de lo más agradable, sobre todo porque nos librábamos de la iglesia, algo que todos los chiquillos detestábamos, y teníamos libertad para ir donde quisiéramos. Empleábamos el tiempo principalmente en la búsqueda de huevos de perdices y faisanes. Era un gran juego campestre y las reservas de los Poyntzes de Cowdray, de Lord Robert Seymour, de Mr. Blake y otros nos permitían pasarlo en grande. Recuerdo una vez que encontré un nido de faisanes donde había quince pollitos y dos huevos. Rompimos éstos y salieron los dos pollitos que de inmediato escondieron la cabeza bajo los cascarones con el resto del cuerpo a la vista, aparentemente suponiendo que si no podían vernos, estaban bien ocultos a nuestra mirada. A menudo llevábamos a casa tantos huevos como para llenar dos jarras de café, que cocíamos a la mañana siguiente con mucho gusto; además, una vaga noción de que si nos veían nos llevarían a Botany Bay1 por realizar este tipo de caza furtiva, nos hacía estimar mucho más el exquisito sabor de estos huevos en comparación con los de gallinas de granja.

Los nidos de los pájaros eran una de las diversiones favoritas de muchos chicos de la escuela durante nuestros paseos y aprendí a reconocer casi todos los huevos de pájaros de aquella región, donde había una gran variedad. Era capaz de escalar árboles que ningún otro podía, de lo que me sentía muy orgulloso y esta habilidad me fue muy requerida en diversas ocasiones. Recuerdo en particular un nido de búho, que sólo podía alcanzar un muchacho de largos brazos y piernas que se estirara de una rama a otra. Una vez cogí los pichones jóvenes, a los que cuidé y alimenté en casa durante algún tiempo, mientras los mayores volaban fuera, delante de mis narices. Mi forma de bajar de estos árboles dificultosos (bonitas hayas antiguas del parque de Mr. Poyntz) era la parte más peligrosa del asunto; se me había ocurrido a mí. En vez de bajar por el tronco me deslizaba por una de las largas ramas, hasta que se doblaba llegando a una altura de seis o siete pies del suelo y entonces me dejaba caer. Pero nunca pude coger los nidos de grajillas, porque anidaban en árboles sin ramas, que sólo podían escalar los chicos que tenían fuerza para subir a base de brazos y rodillas. Había muchas hayas de gran altura, elevadas como palmeras, y algunas...

[Aquí quedó inconclusa la autobiografía]


  1. Ensenada de la costa sudeste de Australia que llegó a ser muy conocida como colonia penal y a la que se enviaba a prisioneros europeos.