Charles Lyell y Canarias

Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia

Profesores, juegos, enfermedades

Volviendo a Salisbury, a nuestro pedagogo, el Doctor Radcliffe, lo llamábamos “Barbazul” porque por entonces estaba casado por tercera vez. Ella murió poco después de mi partida, y él se volvió a casar con una cuarta esposa, quien todavía sigue viva, según creo. Era un maestro diligente, un buen erudito y contaba con una extraña virtud, la de la imparcialidad, que muchos de sus subordinados no poseían. Uno de ellos, Monsieur Borelle, el profesor de francés, nos desagradaba profundamente por su favoritismo. Era emigrante, había estado en el ejército y por ser muy pobre el Doctor Radcliffe le había permitido dormir en el edificio. Su habitación se hallaba dentro de la nuestra, donde dormíamos ocho alumnos más y yo. Una noche que estábamos muy furiosos con él por habernos golpeado con una regla por un ruido en el aula, que sólo uno había hecho sin que nadie lo confesara, decidimos vengarnos.

Equilibramos un gran peso de gruesos volúmenes sobre lo alto de la puerta, de manera que nadie pudiera abrirla sin que se desplomaran en su cabeza. Cayó como un ratón en la trampa y arrojó rabiosamente un libro a la cabeza de cada uno de los chicos, que fingíamos estar durmiendo. Otra estratagema mía y del joven Prescott (hijo de Sir G. P.) fue amarrar una cuerda que cruzaba la habitación entre las patas de dos camas para hacerlo caer: desde esta cuerda salían otras cuyos extremos se ataron a los dedos gordos de dos profundos durmientes, de modo que cuando Monsieur tirara de las líneas, ellos se despertaran, causando un gran alboroto. Al final le agotamos y se fue a dormir a otro sitio. Concluyo que había muchísimas horas dedicadas a dormir en esta escuela, porque teníamos ganas de dormir después de las labores del día y nos castigaban por levantarnos tarde por la mañana y llegar tarde cuando pasaban lista.

Pero al contrario, muchos de nuestros mejores juegos tenían lugar de noche, en particular uno que era único y que duró todo el tiempo que permanecí allí, por lo que debo describirlo. Consistía en luchar con almohadones, bien en combates individuales, bien habitaciones enteras luchando entre sí. Los agitábamos hasta que todo el relleno se quedaba en un extremo, y para que no se moviera de su sitio le atábamos alrededor una cuerda o una media. Era un arma formidable, con la parte vacía se manejaba y la bola en el otro extremo asestaba un buen golpe, o se enroscaba en la pierna de un contrincante y de un tirón le hacían caer hacia atrás. Las reglas de nuestro código militar para la guerra de almohadas, que eran observadas con el rigor que los niños siempre introducen en sus juegos, eran las siguientes: nadie podía ponerse ropa, salvo el camisón y el gorro de dormir; nadie podía devolver con patadas o puñetazos los golpes de almohada; no más de dos habitaciones que estuvieran contiguas o que comunicaran con otras podían unir fuerzas para atacar o defender.

El equipo invasor siempre debía colocar a un vigilante al frente de la escalera para avisar de cuándo se acercaba “Barbazul”, porque era particularmente severo contra estas batallas, aunque nunca consiguió eliminarlas. Solía subir con un bastón que, como ninguno de nosotros llevaba ropa, causaba un efecto demoledor en aquellos que encontraba fuera de la cama. Tenía un providencial esguince en su pie izquierdo que hacía reconocible sus andares a gran distancia y su zapato rechinaba sonoramente. Este delito era alta traición, no sólo porque acabábamos con las cabezas abiertas y con discusiones horribles por la noche, sino porque la señora Radcliffe se dio cuenta de que esto hacía que sus almohadones se vaciaran más rápido.

Nunca olvidaré la confusión que había cuando el vigía avisaba de la aproximación del enemigo. Los invasores corrían mayor riesgo porque tenían que volver a sus habitaciones, pero habían tenido la compensación, cuando entraban por sorpresa en un cuarto donde otros dormían, de darles a todos una buena ronda de almohadazos antes de que comenzaran la lucha. Si alguno no se retiraba a tiempo, sé de quienes se metían en la tiznada chimenea y cuando el Doctor estaba pasando de una habitación a otra, descendían y llegaban a sus camas antes de que regresara; o si eran tan desafortunados como para hallarse en medio de las dos habitaciones invadidas, únicamente podían ocultarse y sus amigos los ayudaban poniendo una almohada en sus camas con el gorro de dormir encima para hacerlas pasar por ellos.

Entre otros pasatiempos estaba el de guardar ratones de campo en cajas, con su suministro de nueces y grano, nuestro juego favorito. Los ratoncitos eran educados cuidadosamente en el empleo de un pequeño mosquete porque eran muy dóciles y mantendrían el trocito de madera entre sus patas delanteras, el hombro y el suelo; presentarían armas a la orden y pasarían todo el entrenamiento. Debes suponer que si esto se enseñaba a los animalitos era porque en ese tiempo nosotros estábamos habituados a ver la instrucción militar. De hecho se contrató a un sargento para que nos instruyera dos veces a la semana y todos teníamos armas con cañones de hojalata y seguro, una extraña moda, pero como por todas partes había cuerpos de voluntarios, supongo que el Doctor Radcliffe tenía la cabeza llena de posibles invasiones. El ejercicio, sin embargo, de la instrucción, era muy apropiado en nuestra escuela.

Tuve el sarampión en este colegio, en mi primer año, creo, y fue muy grave. Tenía mucha fiebre y durante dos días creí que daba vueltas en ruedas que giraban en todas las direcciones y una me trasfería a la otra, hasta que me mareaba; y pensaba que había cientos de otros niños que giraban de la misma manera y a los que veía aparecer cada vez que yo daba vueltas. Durante mucho tiempo después de aquello, tuve miedo a dormirme no fuera que volviera a soñar con esto, que sin embargo se trataba de una escena que ocurría mientras estaba despierto.

En ese tiempo, cuando contaba once años, en 1808, mi tía Ann se casó con el Capitán Heathcote, R.N. Esta conexión nos acercó aún más al señor Heathcote, luego alcalde de Hants, más tarde Sir Thomas H., y durante nuestras vacaciones Tom y yo hacíamos algunas agradables visitas a Embley. La abuela Lyell había residido hasta entonces en Southampton, con sus dos hijas, la mayor de las cuales, Mary, aún vive con ella allí. Una vez vinieron a un festival musical en Sarum, una fiesta trienal, y nos llevaron a Tom y a mí. Poco después estuve enfermo y el Doctor Fowler, de Sarum, alarmó bastante a mi madre con que el aire de Sarum resultaba perjudicial para mí y que parecía que estaba cayendo en una tuberculosis y que mis pulmones se hallaban afectados. Pensé en el asunto, pues ciertamente tenía alguna queja de mis pulmones, que no he vuelto a tener desde entonces; pero como no me gustaba Sarum, no intenté aclarar la cosa y me llevaron a casa tres meses.