Cuando Alain Badiou era un niño, asistía atento y admirado a las frecuentes conversaciones, que a la hora de las comidas, mantenía su padre, profesor de matemáticas, con su hermano mayor y en las que la precisión y la belleza de las proposiciones matemáticas salían a relucir. La geometría del triángulo, especialmente, se prestaba a ello. Que las tres alturas de un triángulo se cortasen en un punto y que esto sucediese para los innumerables triángulos que se pueden imaginar, era algo ciertamente maravilloso, como había apreciado también un jovencísimo Einstein en otras circunstancias. Pero que para cualquier triángulo, el baricentro, punto de corte de las medianas, el circuncentro, punto de corte de las mediatrices, y el ortocentro, punto de corte de las alturas, estuviesen a su vez alineados superaba ya la capacidad de asombro. Este resultado lo había obtenido Euler en el siglo XVIII.
Badiou quedó atrapado para siempre en la belleza y certidumbre del credo matemático y en lo universal de su validez. Platónicamente trasladó esos valores a las estructuras de la realidad y de la política… Su anhelo de certezas y absolutos chocaba y contrastaba con ese incrédulo relativismo posmoderno, que había indignado incluso al papa Juan Pablo II que reivindicaba también para su Iglesia la universalidad del único Dios creador.
En 1997, Badiou, tras la pista de esa idea de validez cósmica, publicó un libro titulado Saint Paul, la fondation de l’universalisme, en el que analizaba el pensamiento de Pablo de Tarso.
Las epístolas de Pablo son los únicos verdaderos textos doctrinales del Nuevo Testamento. Lutero ya afirmaba que estas epístolas contenían, y ellas solas, el sentido de la Revelación. Sin los textos de Pablo el mensaje cristiano sería ambiguo y no muy diverso de la abundante literatura profética y apocalíptica de la época.
Cuando se lee a Pablo, queda uno impresionado por las pocas trazas dejadas en su prosa relativas a su época y a sus circunstancias. Hay algo en ellas de intemporal, algo que precisamente porque se trata de destinar un pensamiento universal en su singularidad, pero independiente de toda anécdota, nos es inteligible sin tener que recurrir a pesadas mediaciones históricas.
Badiou dedica el comienzo del libro a justificar-se por dedicar su tiempo y energías a San Pablo, figura asociada en general a las dimensiones más institucionales y menos abiertas del cristianismo. El hecho de que grandes figuras de la filosofía: Hegel, Nietzsche, Heidegger y otros hayan considerado necesario examinar la figura de Pablo para organizar su propio discurso especulativo, le liberaban ya de esa sospechosa beatería senil que alguno pudiera adjudicarle. Si ello no fuese ya suficiente añade para mostrar su pedigrí anticlerical y come-curas el hecho de que sus cuatro abuelos fuesen maestros y anticlericales. Aun se ve en la necesidad de declarar que le es rigurosamente imposible creer en la resurrección del crucificado. Pero es que las epístolas de Pablo le han hecho reflexionar sobre su vida y la penosa actualidad que le circunda, el tenebroso relativismo que nos invade.
¿Cuál es en efecto un importante tema de nuestra actualidad?: la reducción progresiva de la cuestión de la verdad a la forma lingüística del juicio, punto sobre el cual se han puesto de acuerdo la ideología analítica anglosajona y la tradición hermenéutica, con el resultado de un relativismo cultural e histórico que es hoy día no solo un tema de opinión, sino una motivación política y un marco de investigación para las ciencias humanas. Las formas extremas de este relativismo pretenden ¡asignar la matemática misma a un entorno “occidental”!, al cual se le puede hacer equivaler a cualquier dispositivo oscurantista o simbólicamente insignificante, con tal de que sea posible nombrar al subconjunto humano que asume ese dispositivo, y mejor aún, que se tenga razones para creer que ese subconjunto está compuesto de víctimas. Es como consecuencia de este cruce entre ideología culturalista y concepción victimista del hombre que sucumbe todo acceso a lo universal (…)
En el capítulo III de su libro, Badiou, para mostrar la contemporaneidad, lo actual, de Pablo, habla del guión de un film nunca realizado de Pier Paolo Pasolini, que hubiera sido una continuación de su aclamado Evangelio según San Mateo:
Pasolini, uno de los grandes poetas de nuestro tiempo, para quien la cuestión del cristianismo llevaba a la del comunismo. Impresionado por el tema del paso de la santidad a la militancia, quiso hacer un film sobre San Pablo situado en el mundo actual. El film no se rodó nunca, pero poseemos el guión. Su objetivo era hacer de Pablo un contemporáneo sin modificar ninguno de sus enunciados. Para Pasolini, Pablo quiso destruir de manera revolucionaria un modelo de sociedad fundado en la desigualdad social, el imperialismo y la esclavitud. La tesis de Pasolini es triple:
- Pablo es nuestro contemporáneo porque el azar fulminante, el suceso, el encuentro puro están siempre en el origen de una santidad. Y la figura del santo nos es hoy necesaria, aunque los contenidos del encuentro que la instituye puedan variar.
- Si trasportamos a Pablo y sus enunciados a nuestro siglo, nos damos cuenta de que encuentran aquí una sociedad real tan criminal y corrompida como la del imperio romano, pero infinitamente más resistente y acomodaticia que aquella.
- Los enunciados de Pablo son legítimos con independencia del tiempo.
En el film, Roma es Nueva York, la capital del imperio americano. El núcleo cultural de Jerusalén ocupada por los romanos sería París sometido por los alemanes en los años cuarenta del pasado siglo. La pequeña comunidad cristiana serían los resistentes, mientras que los fariseos serían los seguidores activos del mariscal Petain. Pablo es un francés de la alta burguesía, colaboracionista y perseguidor de los resistentes. Damasco sería la Barcelona de la España de Franco. El fascista Pablo va allí en misión política. En el camino sufre una iluminación y se pasa al campo antifascista y resistente. Pablo entonces comienza un periplo para predicar la resistencia: Italia, España, Alemania…finalmente Pablo va a Nueva York en donde es traicionado, detenido y ejecutado en sórdidas condiciones.
Pasolini, cato-comunista italiano de la posguerra, había captado el paralelismo entre cristianismo deísta y comunismo marxista ateo. Este último no sería más que la evolución emergente del credo evangélico, huérfano ahora del Dios trascendente.
En este itinerario el aspecto central se vuelve progresivamente el de la traición. Lo que crea Pablo (la Iglesia, el Partido) se vuelve contra su propia santidad interior. Para Pasolini la auténtica santidad de Pablo no puede soportar la prueba de una historia monumental y al mismo tiempo fugitiva. No lo puede hacer más que endureciéndose y convirtiéndose en autoritaria y organizada. Endureciéndose, pero esta dureza que la debía preservar de toda corrupción, termina siendo ella misma una corrupción esencial, la que lleva del santo al sacerdote.
Los textos de Pablo son cartas escritas por un dirigente a los grupos de militantes. No son tratados teóricos como los que `posteriormente escribirán los Padres de la Iglesia, ni un conjunto de profecías como las del Apocalipsis de Juan, ni tampoco relatos como los de los Evangelios. Son “intervenciones”, acciones destinadas a corregir o sofocar situaciones extrañas a la ortodoxia. Se parecen más a los textos de Lenin que al Capital de Marx.
Pablo en su epístola a los Gálatas 3-28 proclamaba, “Ya no hay ni judío ni griego, no hay ni esclavo ni libre, ya no hay ni hombre ni mujer”. Todos iguales en Jesucristo, que ha resucitado para ello.
NO A LA LEY. SÍ AL AMOR
CRISTO HA RESUCITADO
Son como dos axiomas o postulados a partir de los cuales se alcanza la necesaria igualación: Ni griego ni judío, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer. Se creará entonces la sociedad justa y se alcanzará con ella la Salvación, por encima de la muerte, la Vida Eterna y de ello da fe el hecho de que Cristo ha resucitado.
Pablo es un romántico, un radical, un anarquista. Para él, Jesucristo es la Revolución, ¡No a la Ley, Viva el Amor! Su conversión es un coup de foudre, una locura. Su discurso es inefable, discurso del no-discurso, en el que el Sujeto se desarrolla como intimidad mística y silenciosa. Pascal y Nietzsche están muy presentes en el relato de Badiou, figuras que contrapone a la de Pablo. Pascal sería un moderado, un clásico, un leninista. Jesucristo sería la mediación a la Revolución. La conversión, para Pascal es un convencer, se hace mediante la sabiduría. Los milagros y las profecías son necesarios para ello. Sería una postura casi desesperada en la época de la ciencia positiva y mecanicista.
“El silencio eterno de los espacios infinitos” le aparece como el símbolo cósmico del silencio de Dios. Y cuando trata de de elevarse hacia Él, advierte dolorosamente la distancia “infinitamente infinita” que les separa. Pero el 23 de noviembre de 1654 tiene lugar para Pascal de nuevo el rapto de Dios y entonces,
“certezas, sentimiento de alegría, paz… alegría, alegría, lágrimas de alegría”
La figura y el pensamiento de Nietzsche, sin embargo, no figuran en el cupo de autores preferidos de Badiou, y aunque acepta la importancia de los comentarios de ese martillo de la cristiandad sobre Pablo de Tarso y los orígenes del cristianismo, en especial el párrafo 68 de Aurora, se desmarca de él, afirmando que a Nietzsche, en sus críticas a Pablo, le movía la envidia por habérsele anticipado con su trasmutación de todos los valores.
Nietzsche en Aurora había hecho un retrato de Pablo el judío, que es claro, certero, terrible:
… San Pablo padecía una idea fija, o más bien, un interrogante fijo y siempre abrasador: saber qué relación guardaba con la ley judía, con el cumplimiento de esa ley (…) y se convirtió a un tiempo en defensor fanático y en guardia de honor de ese Dios y de su ley.(…) y por más que hiciera para aplacar su conciencia, y sobre todo sus ansias de dominio, con el fanatismo extremo que ponía en la defensa y en la veneración de la ley, había momentos en que se decía: «¡Todo es inútil! No es posible superar el tormento que supone incumplir la ley».
(…) Al fin, como tenía que sucederle a aquel epiléptico, se hizo de pronto la luz en su espíritu mediante una visión, y le asaltó una idea liberadora. El celoso observador de la ley, de la que estaba íntimamente hastiado, vio que Cristo se le aparecía, en un camino solitario, con el rostro iluminado por un divino resplandor, y que le decía: «¿Por qué me persigues?» Sin embargo, lo que en realidad había sucedido era lo siguiente: que su espíritu se había iluminado de pronto y que se había dicho: «Es absurdo perseguir a Jesucristo. Este es el camino que yo buscaba, la venganza total. El, y sólo él, constituye el aniquilador de la ley».
(…) De este modo, el enfermo atormentado por el orgullo recuperó la salud; se esfumó su desesperación moral, puesto que la propia moral había desaparecido al quedar destruida, es decir, cumplida en lo alto de la cruz. Hasta entonces, esa muerte ignominiosa le había parecido el principal argumento contra la «vocación mesiánica» de la que hablaban los defensores de la nueva doctrina, pero ¿y si esa muerte había sido la condición necesaria para abolir la ley? Las enormes consecuencias de esta idea repentina, de esta solución del enigma empezaron a agitarse en su cerebro, convirtiéndole, de pronto, en el más feliz de los hombres. Pensó que no ya el destino de los judíos, sino el de toda la humanidad, se encontraba ligado a ese instante de súbita iluminación; se creyó en posesión de la idea de las ideas, la clave de las claves, la luz de las luces, en torno a la cual giraría la historia en lo sucesivo. Desde ese momento, San Pablo se convirtió en el apóstol destructor de la ley.
(…) Sólo quedan unos días que seguir viviendo en medio de esta putrefacción. Tal es la suerte del cristiano antes de que, unido a Cristo, resucite con Cristo, participando con él de la gloria divina y siendo, como él, hijo de Dios. En este punto llegó al máximo la exaltación de San Pablo, y con ella la intemperancia de su alma. La idea de la unión con Cristo le hizo perder todo pudor, toda mesura, toda sumisión, y la indómita voluntad de dominio que en él se daba se tradujo en una embriaguez anticipada de la gloria divina. Así fue el primer cristiano, el creador del cristianismo. Antes de él, éste se reducía a una secta de judíos.
¿Pablo fundador del universalismo? Badiou en sus conclusiones finales, acepta que es un poco exagerado el título de su libro. En realidad el universalismo se encuentra ya en Arquímedes, en las Matemáticas: "La sucesión de los números primos es ilimitada” es una propiedad universal, pero CRISTO HA RESUCITADO, ese enunciado narrativo, que no podemos suponerlo histórico, esa afirmación mitológica, ¿qué tiene que ver con el universalismo? Badiou no contesta satisfactoriamente a esta su pregunta. En nuestro Seminario Paulino, trataremos de contestarla, si ello es posible.
Fecha: Febrero de 2016