Viajeros del siglo XVIII en Canarias

Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia

Sobre la vida a bordo

“La vida a bordo de un buque de guerra estaba llena de peligros para la salud: los marineros aceptaban como gajes del oficio los tiros del enemigo o las caídas desde la arboladura, pero lo que más temían eran las enfermedades, que eran más mortales y mataban lentamente; la ciencia médica estaba bastante atrasada y ni siquiera los médicos comprendían del todo por qué las fiebres se propagaban con tanta rapidez. La humedad y la suciedad contribuían a ello: era casi imposible para los hombres lavarse o lavar su ropa adecuadamente. En Inglaterra el jabón no estuvo al alcance de los marineros hasta 1825 más o menos; para conservar limpia la ropa, la mojaban con orina para aclararla luego con agua de mar. Y, sin embargo, no enfermaban más, probablemente, que sus amigos en tierra, que no podían permitirse comidas regularmente o recibir las atenciones médicas que estaban al alcance de los marineros.

La comida era mala porque era muy difícil conservar los víveres frescos. Los viajes podían durar años y no existían frigoríficos. Solían llevarse animales vivos, pero su carne, leche y huevos se reservaba en su mayor parte para los oficiales. La carne para la marinería se conservaba salada, lo que la hacía muy seca y dura. El pan se ponía seco o mohoso, por lo que se sustituía con una especie de galleta o bizcocho duro de harina y agua. Pero a pesar de todo, la comida de a bordo era probablemente mejor que la que disfrutaban los marineros en tierra, con sus familias.

Castigar las desobediencias de los marineros y llevar la derrota del buque eran dos de las obligaciones más difíciles del comandante, aunque por razones bien distintas. Para que el servicio a bordo funcionase ordenadamente, tenía que castigar a quienes no obedecieran sus órdenes, a veces con azotes. Las ordenanzas y la tradición fijaban los castigos sólo de un modo general para una amplia escala de transgresiones. Si un comandante ordenaba un número de azotes demasiado pequeño para el infractor, se le consideraría débil, pero si eran excesivos, su crueldad le desacreditaría también.”

Byesty, S., El asombroso libro del interior de: Un barco de guerra del siglo XVIII, Madrid, 1993