Imagen de la semana 21 мая 2010 г.
@ Proyecto Humboldt: Cedido para su digitalización por la Biblioteca de la Universidad de La Laguna
Lavanderas, 1910
Fuente bibliográfica: "Impressions et observations dans un voyage à Ténérife." (Mascart, Jean, 1910) El de lavandera era un oficio hasta bien entrado el siglo XX. Esas mujeres, además de lavar y secar la ropa de la propia casa, se ganaban unas monedas haciendo la colada para las familias adineradas. Llegar temprano al lavadero otorgaba el privilegio de elegir la mejor zona, la más disputada, donde primero caía el agua, fresca y limpia. Las menos madrugadoras, en cambio, debían conformarse con el agua turbia y enjabonada que iba dejando la labor de las demás. Los lavaderos fueron siempre lugares concurridos y de bullicio, mezcla de trabajo y de parloteo.
En los lugares donde el agua no brotaba a la superficie de manera natural o cuando los períodos de sequía agotaban los manantiales, había que buscar bolsas de agua subterráneas horadando pozos o túneles. La orografía insular, abrupta y de escarpada pendiente, complicaba mucho la perforación en vertical y favorecía la excavación de galerías a través de las laderas de las montañas. Tales construcciones no son demasiado antiguas: comenzaron en el siglo XIX, cuando el agua de los nacientes ya no daba abasto a las necesidades de la población y de las huertas y fincas de cultivo.
Por supuesto, los sistemas de distribución de agua se conocían y se habían puesto en práctica en Canarias desde mucho antes. A partir de mediados del siglo XVII ya se encauzaba el agua por atarjeas hasta los pueblos y numerosos testimonios del XVIII hablan de no pocos entramados de acueductos y canales hechos de madera de tea o de pino, en unos tramos, y, en otros, de piedra. Las vigas de esos canales necesitaban continuas y costosas reparaciones, tantas, que a fines del XVIII, se decía con ironía en Tenerife que más barato hubiera salido haberlos hecho de plata.
Siempre se aprovecharon los desniveles del terreno para precipitar el caudal, desde los nacientes hacia los lugares oportunos. En los pueblos el agua tomaba un camino pactado: primero a las fuentes públicas, luego a los molinos y a los abrevaderos, llamados también ‘dornajos’ en Tenerife. La que sobraba corría por los canales hacia los lavaderos públicos y, de ahí, seguía fluyendo hasta terminar almacenada en los estanques.
Texto: Masu Rodríguez