Darwin y la Física (I)
A mi retorno, en el otoño de 1836, comencé inmediata- mente a preparar mi Diario para su publicación, y vi entonces cuántos hechos indicaban la descendencia común de las especies.
Charles Darwin.
En más de una ocasión hemos citado unas palabras de Richard Feynmann en las que este afirmaba que el descubrimiento de las leyes del electromagnetismo de Maxwell será juzgado como el acontecimiento más significativo del siglo XIX. Probablemente tendríamos que matizar estas palabras y concederle el mismo o incluso rango superior al descubrimiento, por Darwin y Wallace, de la Teoría de la Evolución que el primero argumentaría de forma amplia y accesible en su libro Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, publicado en 1859.
También es esta teoría un ejemplo magnífico de unificación porque apoyándose en sus resultados acabará no sólo resultando comprensible lo diverso –la enorme cantidad de seres vivos que pueblan nuestro planeta– a partir de lo simple –un ser originario común que evoluciona, se modifica y varía y al que un medio externo selecciona por su capacidad de adaptación a él o elimina por su inadaptación–, sino también cerrándose la cisura que separaba a los humanos de sus parientes más o menos cercanos, el resto de los animales. Este encadenamiento común entre los seres vivos permitirá no sólo entender el mundo de una manera radicalmente distinta a la sostenida hasta entonces sino, también, acercarse a la solución de ese interrogante que desde siempre atormentaba al ser pensante: ¿de donde venimos?
Resulta obvio señalar que el impacto cultural de esta teoría fue impresionante pues, no en vano, se cuestionaba el relato sagrado de la Creación. No es extraño, por tanto, que se elevaran las voces vinculadas a las iglesias de todo tipo para condenar una teoría que ponía “patas arriba” creencias ancestrales y a la que tachaban de disparatada, blasfema, atea y materialista –calificativos a los que, por otra parte, la irracionalidad, fundamentalmente religiosa, nos tiene ya tan acostumbrados a lo largo de la historia.
No fueron, sin embargo, éstas, las únicas voces que cuestionaron esta teoría, ya que la evolución darviniana también alteraba nociones muy arraigadas en el corazón de otras disciplinas científicas. Así, la virtualidad del proceso evolutivo exigía de un tiempo enormemente superior al hasta entonces admitido por naturalistas y geólogos: la Tierra y el Sistema Solar debían ser mucho más viejos de lo supuesto hasta entonces. La edad de estos objetos se convirtió en motivo de investigación y de controversia. Geólogos y biólogos desenvainaron sus armas y la controversia entre catastrofistas y uniformitaristas desbordó el ámbito académico y alcanzó al gran público. El debate se extendió a otras áreas científicas y los físicos entraron en liza: su abanderado, William Thomson, lord Kelvin, el más prestigioso de los físicos del momento; su campo de batalla, la edad de la Tierra y del Sistema solar; sus armas, los cálculos sobre el proceso de enfriamiento de la Tierra y sobre la energía que mantiene ardiendo al astro rey; el resultado, el mundo es más joven que lo que la evolución parece exigir.
Así comentaba Darwin, en carta a Wallace en 1869, las objeciones presentadas por lord Kelvin: Los puntos de vista de Thomson sobre la temprana edad del mundo han sido durante algún tiempo una de mis más serias y penosas dificultades. Convencido, sin embargo, de la certeza de sus ideas Darwin desarrollará una estrategia de defensa en dos frentes, por un lado, concediendo la posibilidad de que el ritmo de la evolución, que él estimaba lento, muy lento, pudiera haberse acelerado en los estadios primitivos de configuración de la Tierra, y por otro, apuntando la posibilidad de que nuestro conocimiento de los procesos físicos fuera aún incompleto y que por ello las conclusiones de Kelvin fueran apresuradas y erróneas:
Sólo puedo decir, en primer lugar que no sabemos cuál es el ritmo, medido en años, al que las especies cambian, y en segunda instancia que muchos filósofos están dispuestos a admitir que aún no conocemos suficientemente ni la constitución del Universo ni la del interior de nuestro globo como para especular con suficiente certeza sobre su duración pasada.
Pedía, pues, que suspendiéramos nuestro juicio.