En defensa de los bosques
Atravesamos bosques de pinos, con arbusto de codeso formando la maleza. El sol –la neblina no duró mucho- cruzaba diagonalmente nuestro sendero, brillando sobre los cantos rodados y las piedras del camino. Un claro en los bosques nos permite ver Los Sauces, que se extiende en un lugar más abajo nosotros. […] Más arriba de donde nos encontramos, unos magníficos pinos, de un diámetro inmenso, ofrecen una protección bienvenida y agradable, tamizando el brillo del sol pero permitiendo que sus rayos penetren por entre sus acículas plumosas. ¡Cuál sería nuestro horror al ver uno de estos gigantes caído y atravesando nuestro sendero! Era demasiado alto para cruzar por encima, de modo que tuvimos que rodearlo como mejor pudimos. Hay que obtener madera, por supuesto, pero esta forma de destruir los pinos es extremadamente irreflexiva. Perforan un agujero en la parte baja del tronco y dentro de él encienden un fuego. Dejan que el árbol arda hasta que cae por su propio peso. Por lo tanto lo mejor del tronco lo consume el fuego y, frecuentemente, las llaman se extienden, destruyendo parte del bosque.
¿Creen acaso los palmeros que los barrancos que riegan sus llanos durante todo el verano no se acabarán nunca, que es tan cierto que fluirán los arroyos como lo es que las montañas existen? No pasarán muchos años antes de que las faldas de las montañas hayan sido devastadas. Ya los leñadores o, mejor, los quemadores, tienen que subir mucho más antes de alcanzar su materia prima. El bosque está retrocediendo, continua y ciertamente, ante su destructor y algún día, cuando ya sea demasiado tarde, La Palma tendrá un aspecto yermo semejante al del sur de Tenerife y, como en zonas de esta isla, sólo se encontrarán árboles diseminados y solitarios, pequeños y débiles, como los supervivientes de un ejército que regresa, vencido, de la batalla.
Olivia Stone, Tenerife y sus seis satélites (1887)
Traducción de Juan Amador Bedford