El pleito insular
Es imposible describir por escrito la enorme envidia entre Santa Cruz y Las Palmas. Es amarga, es intensa, es duradera; penetra en los hogares y divide a las familias, aleja a los amigos, restringe el comercio, retrasa el progreso del archipiélago. Que es tonta, pueril, y simplemente suicida para el bien general de ambos lugares lo admiten aquí todos los españoles inteligentes, pero aun así una ciudad le ruge y gruñe a la otra, y esta conducta se contesta con injurias y palabras groseras.
Los periódicos indagan en el tema y sólo parecen dedicar sus cerebros a encontrar metódicamente fallos en los asuntos de la isla vecina. Nunca se alaban las buenas intenciones, se buscan motivaciones donde no las hay, se emplea la sátira para destruir lo que por honradez habría que aceptar y todo es motivo de escarnio.
Puede que sea natural que la prensa, para sobrevivir, refleje así los sentimientos de la gente, pero hay que lamentar que no surja ningún medio influyente e independiente, con poder y capacidad para escribir bien, que sin descanso señale el resultado paralizante que tiene todo este comportamiento infantil, y que reitere sin parar el lema que dice que la unión hace la fuerza y que la única oportunidad que estas islas, tan singularmente bellas, pero tan singularmente olvidadas, tienen para progresar es que estén en armonía mutua y que trabajen unidas en todo lo que lleven a cabo.
Tanto Santa Cruz como Las Palmas son tal para cual y cualquiera de las dos capitales es tan culpable como la otra. Una rivalidad afable y vigorosa es estimulante y saludable, y la competencia en el comercio y la agricultura es muy beneficiosa para todos los implicados, pero los sentimientos que existen entre estas dos islas no incluyen ninguna de estas virtudes, sino que se expresan simplemente en una envidia agresiva y rencorosa.
Olivia Stone, Tenerife y sus seis satélites (1887)
Traducción de Juan Amador Bedford