La corrupción
He mencionado con frecuencia cómo no se puede comprar ni siquiera el artículo más corriente sin regatear el precio. Los extranjeros, en lugar de regatear, pagan. Los isleños, en cambio, disfrutan regateando. Ninguna campesina que compre una yarda de calicó en una tienda piensa pagar el precio que le piden. Todo esto es muy perjudicial ya que los tenderos tienen que marcar sus artículos a un precio más alto del que lo harían en otras circunstancias y, lo que es aún más grave, los dependientes se sienten tentados a engañar. Resulta fácil para un dependiente decir que tan sólo se ha pagado tanto por un artículo que quizás se haya vendido por una suma más alta.
Este corrompido sistema de regateo impide que los propietarios de las tiendas lleven bien sus libros de cuentas; saben cuánto pagaron por los artículos, pero no pueden estimar la cantidad que obtendrán una vez vendidos, ni el valor de los artículos al realizar el inventario. En resumen, por el bien tanto del comprador como del vendedor, es muy de desear que el sentido de la honradez se propague por las islas, que los precios se ajusten de tal manera que produzcan sólo los beneficios justos y legítimos, y se destierre la detestable idea de que “o estafas o te estafarán”. No obstante, hasta que no se transforme el carácter de los españoles es muy difícil que se produzcan estos cambios tan deseables.
La corrupción más absoluta está presente hasta en los cargos gubernamentales de más alto nivel y desciende, como cabría esperar, a todo el estamento funcionarial. Los españoles consideran que es justo defraudar al gobierno. Al que no defrauda se le considera requetenecio. Si el fraude -no vale la pena andarse con rodeos, se trata de una gran lacra nacional- está presente en el ejército, en la marina, en la administración pública, entre los que pagan impuestos y los que los recaudan ¿cómo se puede esperar que exista una estricta integridad a niveles menos significativos, entre el empleado y el patrón, o el comprador y el vendedor?
Olivia Stone, Tenerife y sus seis satélites (1887)
Traducción de Juan Amador Bedford