Viajeros del siglo XIX en Canarias

Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia

El cura del pueblo

En Canarias, el cura del pueblo es el árbitro soberano del lugar: su palabra es inapelable, su voluntad, casi absoluta, sus juicios, infalibles: ¡El cura lo ha dicho!, es artículo de fe. Abogado de todas las causas, árbitro de todas las discusiones, a él se le consulta antes que a nadie y todo el mundo acata sus decisiones. El cura es generalmente el consejero del alcalde, quien reclama su opinión en las cuestiones graves y difíciles. Pastor atento, cada año revisa el censo de sus feligreses, supervisa la subasta del diezmo, lleva registro de todo cuanto acontece. Es insustituible y muy valioso a la hora de informar.

Los feligreses no sabrían vivir sin su párroco. Comparte con ellos los infortunios y participa en las alegrías comunes. Se le invita a la parranda, asiste a las bodas, va al frente de las romerías y no rehúsa abrir el baile. Médico de cuerpos y almas, el cura se dice curandero, hace los tratamientos a su modo y lleva hasta el lecho del enfermo remedios y consuelo. Y aún con tantas ocupaciones, al cura le queda tiempo libre, que aprovecha cumplidamente.

A pesar de tan buenas cualidades hay que disimularle algunas debilidades y cuidar de no herir su amor propio. Hay que atender a lo que cuenta, alabar el vino de su cosecha, destacar la hermosura de su gallo, acariciar a su perro, dedicarle las tardes y, por encima de todo, ser respetuoso con su criada. Después de esto os dejará libres, preparará vuestras excursiones o vuestras cacerías, os facilitará guías y recabará del pueblo todo lo que sea necesario. Su influencia alcanza a todos los que le rodean, su protección produce respeto, con lo que el huésped del presbítero se convierte en un personaje intocable. Muchas veces he envidiado la suerte de estos buenos curas de pueblo cuya existencia, la tolerancia sobre cuestiones religiosas y la jovialidad de que hacen gala, no es cosa que se encuentre en todos sitios. Desgraciadamente este tipo se ha perdido.

Sabin Berthelot, Primera estancia en Tenerife (1836)

Traducción de Luis Diego Cuscoy