Paisajes
Las pocas casas que hay en San Sebastián se levantan a la sombra de altas palmas, cuyos sabrosos dátiles tuve ocasión de conocer muy pronto. Pero fuera de estas palmeras, la parte baja del ancho barranco en cuya desembocadura se encuentra la villa está desprovista de vegetación, porque nadie se toma la molestia de conducir hasta ella el agua del caudaloso torrente que se agota, media hora más arriba, entre las lajas del barranco.
El valle de profundos tajos que conforma el Barranco de la Villa sigue, en algunos trechos, el curso que tomaron las rocas volcánicas, las cuales, arrimadas a veces a un lado de la pendiente y dejando el oto libre, llaman la atención por su forma de extrañas paredes (tapaduchas), verticales y casi lisas, mientras que otras veces, dispuestas sin ningún orden, se alzan como murallones que en ocasiones presentan hendiduras por las que se puede pasar.
En pocos sitios como en la lengua de tierra donde está la Ermita de Guadalupe, al pie de un escarpado acantilado, he podido observar tan bien la vida de los animales marinos en las rocas de la playa por las que la bajamar permitía caminar. Allí movían sus tentáculos los pulpos, al compás de la tranquila resaca de las olas; se veían erizos y estrellas de mar entre las blandas aguas marinas de color verde y amarronado; las holoturias se desplazaban lentamente y rápidos pececillos nadaban en los charcos que se habían formado por allí, mientras los camarones y cangrejos atraían la vista a sitios siempre distintos.
Karl von Fritsch, Las Islas Canarias: Cuadros de viaje (1867)
Traducción de José Juan Batista y Encarnación Tabares