El mareo
“Como ya había hecho algunos viajes por mar me imaginaba haber adquirido la suficiente costumbre de navegar como para no sentirme incómodo por el movimiento del navío, pero resultó que esa costumbre ya la había perdido desde hacía mucho tiempo; por eso, desde que zarpamos de Brest estuve mareado los tres primeros días. Durante el curso del viaje tuve muchas ocasiones para notar que bastaba una breve estancia en tierra para hacerme de nuevo susceptible al movimiento de la nave, de modo que cada vez que nos hacíamos a la mar, después de haber estado fondeados breve tiempo, volvía a sentirme mareado durante dos o tres días, tanto como cuando salimos de Brest.
En estos casos los marineros le aconsejan a uno intentar comer, a pesar de la repugnancia por la comida que siempre acompaña a tal estado. Pero ese consejo es muy difícil de seguir porque, además del dolor que se produce al tragar, la presencia de comida en el estómago aumenta las náuseas, y el vómito que sobreviene es aún más angustioso. Bebidas diluidas, tomadas en pequeñas cantidades, para no cargar el estómago, me brindaron siempre el mayor alivio. La bebida que generalmente utilicé fue agua tibia, endulzada ligeramente con azúcar, al ser la que más fácilmente se puede uno procurar a bordo.
Había, sin embargo, varias personas a bordo que, aunque no habían navegado nunca, no experimentaron la más mínima molestia por los vaivenes del barco. Es muy deseable una constitución de ese tipo para aquellos que emprenden largos viajes, porque es imposible describir las desagradables sensaciones que produce esta afección espasmódica, que al actuar sobre todas las partes del cuerpo produce una debilitación tal de su energía que la vida sería insoportable si no fuera por la esperanza de una pronta solución del malestar.”
Jacques de la Billardière, 1791