Santa Cruz de Tenerife en 1800
“El extranjero que ve por primera vez la población de Santa Cruz y de sus alrededores experimenta tanto asombro como asco. No sabe de qué afligirse más, si del cuadro de degradación de la especie humana o del descuido ciertamente culpable del gobierno. Por todas partes, en todos los barrios de la ciudad, encuentra una multitud de mendigos harapientos, casi desnudos, cuya mayoría muestran a los ojos de los transeúntes llagas y úlceras, verdaderas o simuladas y cuya curación demoran a propósito. Los niños corren por las calles sin ninguna clase de vestido; sus cuerpos, lívidos y demacrados, son de una suciedad escandalosa; toda esta chusma, enemiga del trabajo, no piensa en conseguir una buena posición; pasa la noche acostada en los bancos, cerca de las casas, y no desea otro domicilio; se contenta con una pequeña limosna o con algunos desechos de comida que les distribuyen en las puertas de las casas particulares o de los conventos. Son sobre todo las mujeres las que mendigan con más empeño y, además, colman de injurias a quienes rechazan darles alguna moneda.
En la época de nuestro viaje las mentes se ocupaban todavía del ataque que había efectuado el almirante Nelson años antes, en 1797. Este almirante se presentó de improviso en la rada de Santa Cruz con fuerzas considerables. La guarnición y todos los isleños en estado de llevar armas se prepararon para rechazar la invasión; las tripulaciones de varios navíos franceses los secundaron con apresuramiento. Las medidas se tomaron tan bien que los ingleses fueron rechazados con pérdidas considerables; sus embarcaciones, con las tropas que llevaban, fueron tomadas o hundidas por el fuego de los asediados. El almirante Nelson perdió el brazo derecho y sólo se tuvo tiempo para retirarlo de su chalupa y llevarlo a su navío en un esquife más ligero.
Vimos que asistían muy pocas mujeres a esas ceremonias [religiosas y militares]; en este país casi nunca salen solas. Su traje es más o menos uniforme; en general se visten de negro y van ridículamente cubiertas de grandes velos de gasa. A lo sumo se puede adivinar su talle, pero es imposible verles la cara; incluso ellas mismas no pueden ver si no entreabren un poco sus velos. Las de clase alta no llevan sombrero; su manto o velo es de sarga fina o de una tela parecida al crespón. Las de clase media se ponen por encima de la cabeza una especie de falda que llevan sujeta a la cintura, junto con la de la parte baja. Las mujeres del pueblo también usan el manto, pero llevan un sombrero de fieltro por encima, de fabricación inglesa. Normalmente los mantos están ribeteados con una cinta ancha de color variable tejida al gusto. Los mantos de las mujeres del pueblo son de una lana muy basta, blancuzca, sucia; algunas campesinas los llevan amarillos, con un ribete negro de dos dedos de ancho.
Interesado por llevar a mi patria una momia guanche, me proporcionaron una que me proponía dejar en depósito en Île-de-France. Era de una mujer joven. Aunque un poco alterados, los rasgos todavía eran regulares. Las manos estaban bien conservadas, pequeñas, bien hechas; le faltaban cuatro uñas, dos en la mano derecha y otras dos en la izquierda; en los pies solo faltaba una en el derecho; los cabellos y las pestañas estaban admirablemente conservados. Contento con esta posesión no pensé en la dificultad de conservar semejante objeto en una larga travesía. Al principio coloqué la momia en mi camarote, en una repisa encima de mi cama, pero el calor y la humedad del navío la ablandaron, descomponiendo la preparación y se engendraron allí tal cantidad de insectos que resolví lanzarlas al mar.”
Jacques-Gérard Milbert, 1800 (Pintor y naturalista de la expedición Baudin)
Traducción de J. A. Delgado Luis