Entre las cartas de Pablo de Tarso que han llegado hasta nosotros la más importante, sin duda alguna, es la Epístola a los romanos. En ella se exponen una serie de ideas teológicas que han influido decisivamente en la forma de entender el cristianismo y, por lo tanto, en el pensamiento de una gran parte de la humanidad. Entre ellas destacan las que se refieren a la justificación por la fe, la predestinación de los elegidos, el rechazo de la justicia de Dios por los judíos y la obligación de los cristianos de someterse a las autoridades. Pues bien, como intentaremos mostrar seguidamente, no hay continuidad entre el mensaje mesiánico predicado por Jesús de Nazaret a los judíos palestinos y el predicado por Pablo de Tarso a los judíos de la diáspora y a los gentiles. Esta discontinuidad es tan importante que para algunos estudiosos el verdadero fundador de la religión cristiana es Pablo de Tarso y no Jesús de Nazaret, puesto que es el mensaje mesiánico del primero y no el del segundo el que ha recibido el nombre del cristianismo.
Aunque el triunfo del mensaje mesiánico paulino puede tener varias explicaciones, nosotros vamos a fijarnos en las sociales y en las políticas. Para ello vamos a servirnos de la teoría de la lucha de clases como instrumento heurístico. Así podremos comprobar que, también en el universo simbólico de la religión, las ideas dominantes, como decían Marx y Engels en La ideología alemana, son las ideas que convienen a la clase dominante.
El modo de producción en la Palestina de aquel tiempo era el tributario. Como Palestina era, además, una colonia romana, los grupos sociales que formaban la clase social dominada tenían que pagar muchos impuestos, lo que agravó todavía más su difícil situación económica.
La clase social dominante la formaban la élite gobernante, los cortesanos, la aristocracia sacerdotal, la nobleza laica y la gran burguesía. La clase dominada el resto de los sacerdotes y los pequeños comerciantes, artesanos, agricultores, pescadores y ganaderos.
Los saduceos eran los ideólogos de la clase dominante y los fariseos de la clase dominada. En la clase dominada existían dos grupos que tenían características especiales: los esenios, que eran pacifistas y vivían formando comunidades igualitarias, y los zelotes, que eran fanáticamente nacionalistas y hasta violentos.
Jesús fue un judío palestino que vivió en Nazaret, en Galilea, en una sociedad y en un tiempo histórico en el que muchos judíos esperaban la llegada inmediata de un mesías que restauraría el reino de Israel y aliviaría los males que afligen a los seres humanos en este mundo. Juan el Bautista, por ejemplo, decía a sus oyentes: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mateo 3,1).
Jesús se presentó a sí mismo como el mesías esperado por los judíos: «Habiendo oído Juan en la cárcel las obras de Cristo, envió por sus discípulos a decirle: ¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro? Y respondiendo Jesús les dijo: Id y referir a Juan lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados…» (Mateo, 11, 2-5).
A pesar de que los evangelios se redactaron después de los escritos paulinos, se conservan en los primeros hechos y dichos de Jesús de Nazaret que no se corresponden con lo que haría y diría después Pablo de Tarso. Destacamos los siguientes:
No solo predicó su mensaje mesiánico a la clase dominada, sino que dirigió duras palabras contra la clase dominante (Mateo 20, 25-28; Lucas 13, 31-33; 23, 6-9).
Se negó a discriminar socialmente a las mujeres (Juan 4, 4-29), las aceptó entre sus seguidores (Marcos 15, 40-41) y fue una mujer, María Magdalena, el primer y principal testigo de la resurrección (Mateo 28, 1; Marcos 16, 1-2; Lucas 24, 1, 3 y Juan 20, 1).
No mostró interés por los gentiles (Mateo 10, 5 y 15, 24).
Pidió a los ricos que dieran sus riquezas a los pobres y dijo que difícilmente entrarían los ricos en el reino de Dios (Marcos 10, 17-23).
Prometió a sus seguidores que recibirían ya en este siglo mucho más de lo que dejaron y la vida eterna en el venidero (Lucas 6, 2418, 28-30).
Anunció la inminente llegada del reino de Dios (Lucas 10, 9).
Entró triunfalmente en Jerusalén y fue recibido por el pueblo judío como el mesías que liberaría a Israel del Imperio romano (Juan 12, 12-19).
Expulsó del Templo a los mercaderes y a los cambistas, poniendo en peligro el funcionamiento del sistema socioeconómico palestino que estaba al servicio de la clase dominante (Mateo 21, 12-13).
Aunque los evangelios sinópticos tratan de convencer a sus lectores de que Jesús no se había opuesto a que los judíos pagaran tributo al César (Mateo 22, 15-22; Marcos 12, 13-17; Lucas 20, 19-26), posiblemente para evitar toda sospecha de deslealtad a Roma, sin embargo, el propio Lucas reconoce que cuando fue llevado ante Poncio Pilato fue acusado de prohibirlo (Lucas 23, 1-2).
Fue condenado a muerte por los romanos, a instancia de las autoridades religiosas judías, por razones políticas, por sedición, aunque los evangelios, escritos después del triunfo de los romanos en la guerra del 66-73, traten de congraciarse con el Imperio romano exculpando en lo posible a Poncio Pilato (Mateo 27, 24; Juan 18, 6 y 11).
Así pues, el mensaje mesiánico predicado por Jesús de Nazaret, que es una clara crítica al orden económico, social y político existente, es un mensaje de liberación ideológicamente revolucionario. Podemos, por lo tanto, entenderlo como una expresión, en el universo simbólico de la religión, de los intereses de la clase dominada.
Como es bien sabido la cultura helenística introdujo importantes diferencias entre los judíos. Los judíos de la diáspora aceptaron la helenización, cosa que no hicieron los palestinos.
Según los Hechos de los Apóstoles, aunque hubo judíos palestinos y judíos helenistas que creyeron en la resurrección de Jesús de Nazaret, siguieron existiendo discrepancias entre ellos: «Por aquellos días, habiendo crecido el número de los discípulos, surgió una murmuración de los helenistas contra los hebreos, porque las viudas de aquellos eran mal atendidas en el servicio cotidiano» (Hechos 6,1). Estas diferencias, como vamos a ver, se dieron también entre ellos al recibir el mensaje mesiánico de Jesús de Nazaret.
Los judeocristianos fueron perseguidos por el Sanedrín, sobre todo los helenistas, porque se separaban más que los palestinos del judaísmo. Esteban, judío helenista, fue incluso apedreado. Algunos judeocristianos se dispersaron entonces por Judea y Samaria. Otros llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, «no predicando la Palabra más que a los judíos» (Hechos 11,19). Sin embargo, «había entre estos algunos hombres de Chipre y de Cirene que, llegando a Antioquía, predicaron también a los griegos, anunciando al Señor Jesús. La mano del Señor estaba con ellos, y un gran número creyó y se convirtió al Señor» (Hechos 11, 20-21).
A pesar de ello, la aceptación como cristianos de los gentiles fue muy criticada por los judeocristianos palestinos: «Algunos que habían bajado de Jerusalén enseñaban a los hermanos: “Si no os circuncidáis conforme a la Ley de Moisés, no podéis ser salvos”. Con esto se produjo una agitación y disputa no pequeña, levantándose Pablo y Bernabé contra ellos» (Hechos 15,1-2).
Pablo y Bernabé, que eran judíos helenistas partidarios de predicar el cristianismo a los gentiles, subieron a Jerusalén y discutieron con los judeocristianos palestinos por la cuestión de la obligación de la circuncisión. Pedro y Santiago transigen, pero piden a los gentiles que se abstengan de las contaminaciones de los ídolos, de la fornicación, de lo ahogado y de la sangre (Hechos 15, 2-20). Sin embargo, cuando después de su tercer viaje Pablo vuelve a Jerusalén y cuenta a los judeocristianos palestinos «las cosas que Dios había obrado entre los gentiles por su ministerio», éstos le dicen: «Ya ves, hermano, cuantos millares de creyentes hay entre los judíos y que todos son celadores de la Ley. Pero han oído de ti que enseñas a los judíos de la dispersión que hay que renunciar a Moisés y les dices que no circunciden a sus hijos ni sigan las costumbres mosaicas» (Hechos 21, 19-21). Es decir, los judeocristianos palestinos seguían pidiendo a los judíos de la diáspora que cumplieran la Ley mosaica.
Estas discusiones llevaron a Pablo a escribir a los Gálatas defendiendo su «evangelio» frente al que predicaban los judeocristianos palestinos: «Os hago saber, hermanos, que el evangelio por mi predicado no es de hombres, pues yo no lo recibí ni aprendí de los hombres, sino por revelación de Jesucristo» (Gálatas 1, 11-12).
En los años 66-73 se produce la primera revuelta de los judíos palestinos contra los romanos. Estos destruyen el Templo y la ciudad de Jerusalén. Los judeocristianos palestinos son expulsados de Palestina, se dispersan por el mundo y acaban desapareciendo. A partir de este momento solo los judeocristianos helenistas, que han salido mejor librados, siguen predicando su interpretación del mensaje de Jesús de Nazaret.
Los evangelios sinópticos, que se escriben después de esta revuelta, tratan de reconciliar a los cristianos con los romanos. Es más, el evangelio de Juan llega incluso a poner en boca de Jesús de Nazaret afirmaciones sorprendentes que no se corresponden con su mensaje mesiánico: «Mi reino no es de este mundo;…». «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad» (Juan 18, 36-37).
Pablo era un judío que nació en Tarso, capital de la provincia romana de Cilicia, en la actual Turquía, donde había triunfado la cultura helenística. Era, por lo tanto, partidario del intelectualismo y del universalismo de dicha cultura. Además, vivió en una sociedad y en un tiempo histórico en el que tenían gran importancia las llamadas «religiones mistéricas», religiones gnósticas de salvación que, sin duda, influyeron en su interpretación del mensaje de Jesús de Nazaret. En la Epístola a los romanos (año 57), el más relevante de sus escritos, Pablo enseña, entre otras, cuatro importantes doctrinas:
La justificación no se consigue por las obras, sino por la fe
Pablo hace nada más comenzar una importante afirmación: «por las obras de la Ley nadie será reconocido justo» (Romanos 3,20). Es más, poco después añade lo siguiente: « ¿Dónde está, pues, tu jactancia? Ha quedado excluida. ¿Por qué ley? ¿Por la ley de las obras? No, sino por la ley de la fe, pues sostenemos que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la Ley. ¿Acaso Dios es solo Dios de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles? Sí, también lo es de los gentiles, puesto que no hay más que un solo Dios, que justifica a la circuncisión por la fe y al prepucio por la fe» (Romanos 3, 27-30).
Más adelante repite la misma enseñanza: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz con Dios por mediación de nuestro Señor Jesucristo, por quien en virtud de la fe hemos obtenido también el acceso a esta gracia en la que nos mantenemos y nos gloriamos, en la esperanza y la gloria de Dios» (Romanos 5,1-2).
Ya en una carta anterior, como vimos, Pablo había defendido su «evangelio», frente al que predicaban los judeocristianos palestinos, diciendo lo siguiente: «Nosotros somos judíos de nacimiento, no pecadores procedentes de la gentilidad; y sabiendo que no se justifica el hombre por las obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo, hemos creído también en Cristo Jesús, esperando ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la Ley, pues por éstas nadie se justifica» (Gálatas 2, 15).
En efecto, Pablo recuerda a los gálatas que Abraham, al que fueron hechas las promesas, «creyó y le fue imputado a justicia» (Gálatas 3, 6). Y añade a continuación: «Y digo yo: el testamento otorgado por Dios no puede ser anulado, de modo que la promesa sea invalidada por una Ley que vino cuatrocientos treinta años después. Pues si la herencia es por la Ley, ya no es por la promesa. Y, sin embargo, a Abraham le otorgó Dios su donación por la promesa. ¿Por qué, pues, la Ley? Fue añadida por causa de las transgresiones, promulgada por los ángeles por medio de un mediador, hasta que viniese la descendencia, a quien la promesa había sido hecha. […] De suerte que la Ley fue nuestro ayo para llevarnos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe. Pero, llegada la fe, ya no estamos bajo el ayo» (Gálatas, 3, 17-25).
Pablo llama «misterio» al plan de Dios de ofrecer salvación a todas las naciones mediante la justificación por la fe: «Porque no quiero hermanos, que ignoréis este misterio, para que no presumáis de vosotros mismos: que el endurecimiento vino a una parte de Israel hasta que entrase la plenitud de las naciones; y entonces todo Israel se salvará…» (Romanos 11, 25-26). Este «misterio», que había sido mantenido en secreto, es el que se ha «manifestado ahora mediante los escritos proféticos, por disposición del Dios eterno, que lo dio a conocer a los gentiles para que obedezcan a la fe…» (Romanos 16, 25-26).
Según Pablo, «quien ama al prójimo ha cumplido la Ley. Pues “no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás” y cualquier otro precepto, en esta sentencia se resume: “Amarás al prójimo como a ti mismo»”. El amor no hace mal al prójimo» (Romanos 13, 8-10).
Sin embargo, los seguidores de los judeocristianos palestinos seguían pensando que amar al prójimo exige algo más: « ¿Qué le aprovecha, hermanos míos, a uno decir: “Yo tengo fe”, si no tiene obras? ¿Podrá salvarle la fe? Si el hermano o la hermana están desnudos y carecen de alimento cotidiano, y alguno de vosotros le dijere: “Id en paz, que podáis calentaros y hartaros”, pero no le diereis con qué satisfacer la necesidad de su cuerpo, ¿qué provecho les vendría? Así también la fe, si no tiene obras, está muerta. […] Ved, pues, como por las obras y no solo por la fe se justifica el hombre» (Santiago 2, 14-24).
Por tanto, para el autor de esta epístola, para salvarse no basta con tener fe y no hacer el mal, sino que hay que hacer el bien, es decir, hacer buenas obras. Así entendieron los judeocristianos el mensaje mesiánico de Jesús de Nazaret. Por eso, «todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común; pues vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos según la necesidad de cada uno» (Hechos, 2, 44-45).
La justificación solo la consiguen los que han sido predestinados por Dios
Seguramente fue la doctrina de la justificación por la fe la que llevó a Pablo a defender una idea tan discutible como es la de la predestinación: «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman, de los que según sus designios son llamados. Porque a los que de antes conoció, a ésos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a esos también los llamó; y a los que llamó, a esos los justificó; y a los que justificó, a esos también los glorificó» (Romanos 8, 28-30).
Según Pablo, el destino de los seres humanos se decide «cuando aún no habían nacido ni habían hecho aún bien ni mal, para que el propósito de Dios, conforme a la elección, no por las obras, sino por el que llama, permaneciese, le fue dicho a Rebeca: “El mayor servirá al menor”, según lo que está escrito: “Amé a Jacob y odié a Esaú”» (Romanos 9, 11-13).
El propio Pablo se da cuenta de que se trata de una doctrina difícilmente asumible, y no puede dejar de preguntarse lo siguiente: « ¿Qué diremos, pues? ¿Qué hay injusticia en Dios? No, pues a Moisés le dijo: “Tendré misericordia de quien tenga misericordia y tendré compasión de quien tenga compasión”. […] Así que tiene misericordia de quien quiere y a quién quiere le endurece. Pero me dirás: Entonces, ¿por qué reprende? Porque ¿quién puede resistir a su voluntad?» (Romanos 9,14-19). Sin embargo, en lugar de dar una respuesta, se evade del problema recurriendo a una comparación completamente inadecuada: « ¡Oh hombre! ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso dice el vaso al alfarero: “Por qué me has hecho así?” ¿O es que no puede el alfarero hacer del mismo barro un vaso para usos honorables y otro para usos viles?» (Romanos 9, 20-22).
Los judíos han ignorado la justicia de Dios
Según Pablo los judíos «tienen celo por Dios, pero no según la ciencia; porque ignorando la justicia de Dios y buscando afirmar la propia, no se sometieron a la justicia de Dios, porque el fin de la Ley es Cristo, para la justificación de todo el que cree» (Romanos 10, 3-4). Esto no significa, continúa el apóstol, que Dios haya rechazado a su pueblo, porque «yo soy israelita, del linaje de Abraham, de la tribu de Benjamín. […] Así pues, también en el tiempo presente ha quedado un resto elegido por gracia. Y, si es por gracia, ya no es por las obras, que entonces la gracia ya no es gracia» (Romanos 11, 1-6).
Ahora bien, continúa Pablo, los judíos que no se someten a la justicia de Dios se han convertido en enemigos del evangelio: «Por lo que toca al evangelio, son enemigos por vuestra causa; pero según la elección, son amados a causa de sus padres, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables» (Romanos 11, 28-29).
Es posible, por lo tanto, que las primeras palabras de Pablo hayan servido para justificar las persecuciones que han llevado a cabo los cristianos contra los judíos.
A pesar de ello, Pablo cree que, finalmente, todos los judíos alcanzarán la misericordia de Dios: «Pues así como vosotros algún tiempo fuisteis desobedientes a Dios pero ahora habéis alcanzado misericordia por su desobediencia, así también ellos, que ahora se niegan a obedecer para dar lugar a la misericordia a vosotros concedida, alcanzaran a su vez misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en la desobediencia para tener de todos misericordia» (Romanos 11, 30-32).
Los cristianos tienen la obligación de someterse a las autoridades
Pablo justifica teológicamente la obligación de los cristianos de someterse a la autoridades diciendo lo siguiente: «Todos han de estar sometidos a las autoridades superiores, pues no hay autoridad sino bajo Dios; y las que hay por Dios han sido establecidas, de suerte que quien resiste a la autoridad resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten se atraen sobre sí la condenación. Porque los magistrados no son de temer por los que obran bien, sino por los que obran mal. […] Es preciso someterse no solo por temor del castigo, sino por conciencia. Por tanto, pagadles los tributos, que son ministros de Dios ocupados en eso» (Romanos 13, 1-6).
Esta doctrina teológica, de importantes consecuencias políticas, que es inaceptable si se piensa que Jesús de Nazaret fue condenado injustamente por la autoridad romana a morir crucificado, fue la que triunfó en el cristianismo cuando los romanos acabaron con las revueltas de los judíos palestinos iniciadas en el año 66.
El autor de la conocida como primera carta de Pedro repite también la misma idea: «Por amor del Señor, estad sujetos a toda institución humana: ya al emperador, como soberano; ya a los gobernadores, como delegados suyos para castigos de los malhechores y elogio de los buenos» (I Pedro 2, 13-14).
Pablo, al predicar el mensaje cristiano en el mundo helenístico, no solo lo adaptó a los términos, conceptos y categorías de la lengua griega, sino a la mentalidad intelectualista y universalista del helenismo. Para conseguirlo tuvo que interiorizarlo y despolitizarlo. Por eso, el mensaje mesiánico de salvación predicado por Pablo de Tarso es un mensaje gnóstico y conformista con el orden social y político de su tiempo. En efecto, Pablo pide que «cada uno permanezca en el estado en que fue llamado. ¿Fuiste llamado siendo esclavo? No te dé cuidado, y aun, pudiendo hacerte libre, aprovéchate más bien de tu servidumbre» (I Corintios 7, 20-21); que «las mujeres callen en las asambleas, porque no les toca ellas hablar, sino vivir sujetas» (I Corintios 14, 34); y que «todos han de estar sometidos a las autoridades superiores» (Romanos 13, 1). Podemos, por lo tanto, entenderlo como una expresión, en el campo simbólico de la religión, de los intereses de la clase dominante.
Para explicar este cambio hay que tener en cuenta, ante todo, que Pablo de Tarso no solo no conoció a Jesús de Nazaret, sino que no tuvo interés en averiguar lo que éste dijo e hizo durante su vida. Es más, él mismo admitió que lo que sabía de él le había sido revelado en una visión celestial. No es extraño, por lo tanto, que el Cristo de la fe que predica Pablo no se corresponda con el Jesús de la historia.
Así pues, hay importantes diferencias entre el mensaje de Pablo de Tarso y el mensaje de Jesús de Nazaret. Pablo no pretende salvar a los seres humanos de los males de este mundo, sino de sus pecados; no hace depender la salvación de las obras, sino de la fe; no pide a los ricos que distribuyan sus riquezas entre los pobres, sino que los amen espiritualmente; no critica a las autoridades civiles y religiosas, sino que exige a los cristianos que se sometan a ellas; etc.
Más adelante, cuando el cristianismo paulino se difundió por el Imperio romano, se adaptó también a los términos, conceptos y categorías la lengua latina y a la mentalidad jurídica de los romanos, que era distinta no solo de la judía, sino también de la griega. Se convirtió entonces en una religión jerárquicamente institucionalizada que asumió la función política de la antigua religión romana: legitimar el poder civil del emperador y el poder religioso de una nueva clase sacerdotal.
Así pues, podemos concluir diciendo que el mensaje mesiánico de liberación predicado por Jesús de Nazaret, que era económica, social, política e ideológicamente revolucionario, al ser predicado en lengua griega y en lengua latina, se convirtió en un mensaje de salvación ideológicamente conservador, que ha servido no solo para justificar las desigualdades existentes entre los seres humanos, sino para legitimar el poder civil de los Estados y el poder religioso del clero cristiano. En otras palabras, las ideas dominantes en el cristianismo no han sido ni son las de Jesús de Nazaret, sino las de Pablo de Tarso porque, como decíamos al principio, son éstas y no aquellas las que convienen a la clase dominante.
Fecha: 2016