CANARIAS EN EL SIGLO XVIII

Las Islas Canarias como enclave de tránsito en el comercio entre la metrópoli y las colonias americanas fueron siempre un territorio abonado para las incursiones de piratas y corsarios. Las islas orientales, por su mayor proximidad a África, sufren la agresión periódica de piratas argelinos y las occidentales, al igual que el conjunto del Archipiélago, se ven sometidas a los vaivenes de los intereses de la alta política. Son frecuentes, así, las escaramuzas con el secular enemigo inglés que pretende obtener en aguas canarias el cargamento de los buques que vuelven de América, incorporar a su flota los buques menores dedicados al tráfico insular o conseguir aprovisionamiento en poblaciones o puertos. Constancia de ello son, por ejemplo, el ataque a Santa Cruz en 1706 por el contralmirante inglés John Jennings o la nueva acometida del también contralmirante inglés Horacio Nelson, en 1797, durante la Revolución Francesa y tras la declaración de guerra entre España e Inglaterra.

La población de Canarias durante el siglo XVIII se caracteriza por un crecimiento moderado; la elevada natalidad se ve contrarrestada por una mortalidad algo inferior debida a las crisis de subsistencia, en las que se suceden períodos de hambre, epidemias (que tras superar la peste se reinician con la fiebre amarilla y la tan temida viruela) y años de malas cosechas. Este crecimiento poblacional se ve matizado por el incremento de la emigración ultramarina, protagonizada fundamentalmente por varones jóvenes y solteros. De los 106.000 habitantes de finales del siglo XVII se pasará, una centuria más tarde, a los 193.000. Tenerife sigue siendo, al igual que en el siglo anterior, la isla más poblada, pero las diferencias con el resto de las islas son menores, pues la crisis vitícola favorecerá una mayor emigración.