A pesar de esta mayor lentitud del crecimiento demográfico respecto al europeo, se origina un desequilibrio entre la población y los recursos, aumentando la emigración exterior que se dirige especialmente a ultramar (Argentina y Cuba) y norte de África, favorecida por la libertad migratoria y la modernización de los transportes marítimos (más de un millón de españoles entre 1882-1914).
Las últimas décadas del siglo XIX contemplan también una mayor incidencia de las migraciones interiores, del campo a la ciudad, del centro a la periferia o las capitales de provincia, registrándose, por tanto, un aumento de la población urbana, visible sobre todo en Barcelona y Madrid (que superan los 500.000 habitantes en 1900), pero también en Valencia, Sevilla y Málaga (más de 100000 habitantes en 1870). A pesar de ello, a principios del siglo XX, el 70% de la población vivía en el medio rural.