Por otra parte, el siglo XVIII se caracterizó, además, por un crecimiento demográfico y económico que será la base de las transformaciones que acontecen a finales de éste y comienzos del siglo XIX. Si hasta entonces había predominado el ciclo demográfico antiguo, con una natalidad y mortalidad elevadas, y el consiguiente lento crecimiento de la población, durante el siglo XVIII la población europea tuvo un rápido e ininterrumpido incremento. Fue, sin lugar a dudas, el descenso de la mortalidad la causa de esta nueva situación que se conoce con el nombre de transición demográfica (alta natalidad y mortalidad en retroceso). La desaparición de la peste bubónica, la menor virulencia de las epidemias, la mejora de la dieta alimenticia, los avances en la higiene y la medicina (con una cirugía en progreso, un aumento del número de hospitales y el uso de nuevos medicamentos como la quinina y el opio), así como un descenso de las tasas de mortalidad infantil, fueron las razones que junto a una natalidad elevada dieron lugar a un aumento de la población de forma considerable, pasando de los casi 110-130 millones a comienzos del siglo a unos 187-190 al finalizar el mismo.

Este crecimiento poblacional no fue uniforme en todo el continente, y aunque la población en las urbes aumentó, el 90% de la misma siguió viviendo en el campo. Todo ello tuvo diversas consecuencias, entre las que podemos reseñar un incremento de la mano de obra y una mayor demanda de alimentos y productos manufacturados.