En la literatura del periodo, reflejo del aire de los tiempos, existe amplia constancia de las dificultades que encontraba una actividad en auge: el transporte de viajeros y mercancías.

Valga, a modo de ejemplo, el relato que el escritor inglés Daniel Defoe (1660 – 1731), autor de Robinson Crusoe, escribió en un libro titulado Un viaje a través de la Isla de Gran Bretaña (1724) donde se describe la carretera que enlazaba Londres con Nottingham (unos 200 o 250 kilómetros):

Es totalmente horrorosa para los viajeros, y ha sido motivo de asombro para los extranjeros el que, teniendo en cuenta el gran número de carruajes que por ella circulan acarreando pesadas cargas, sean aún practicables; de hecho el enorme número de caballos que mueren cada año por exceso de esfuerzo ha supuesto una carga tan onerosa para el país que, al igual que hicieron los romanos en su tiempo, quizás resulte más rentable emprender la construcción de nuevas vías.

Más adelante señala la necesidad de construir nuevos puentes en la mayor parte de las carreteras y caminos:

Que no sólo sirven para permitir el paso de las aguas en zonas en las que se desparraman o se estanca, encharcando el camino y deteriorándolo, sino también donde crece el nivel hasta una altura peligrosa cuando llueve torrencialmente; porque debe señalarse que existe mayor peligro y se pierden más vidas, al pasar o intentar pasar pequeños riachuelos y escorrentías, que a menudo se ven crecidas por lluvias súbitas, que al cruzar grandes ríos en los que el peligro es conocido y por ello se toman mayores precauciones.

Defoe concluía esta parte del relato señalando que: El transporte interior en Inglaterra se ha visto seriamente dificultado por la extremada inadecuación de sus caminos.

La sociedad incorpora, de forma paulatina pero creciente, la idea de que no sólo es deseable, sino también posible, aplicar los conocimientos científicos para generar un mayor rendimiento en la explotación de los recursos y para acometer obras de enorme envergadura.

Las recomendaciones que nuestro personaje, Agustín de Betancourt, dirige en 1791 al conde de Floridablanca en la Memoria sobre los medios de facilitar el comercio interior son bastante expresivas a este respecto:

[El ingeniero debería] haber hecho un estudio sólido de la geometría y trigonometría, con sus aplicaciones a la práctica; saber el uso de los mejores instrumentos para levantar los planos; medir distancias y alturas; nivelar un terreno; calcular con exactitud los desmontes y terraplenes; delinear y levantar un plano, para poder representar un proyecto con claridad; conocer los materiales que corresponden a cada clase de obras, y la resistencia de las piedras por principio ciertos; saber los varios métodos de fundar en el agua, en un terreno de arena, de tierra o peña, para aplicarlos según las circunstancias; estar instruido de las diferentes especies de puentes que se han imaginado, ya de madera, de piedra o de hierro, para ejecutarlos donde convenga; tener noticia de las muchas máquinas que se han inventado para trabajar con economía en los puentes y caminos; saberlas variar o modificar, según lo exijan los varios casos en que se han de emplear; poder juzgar con seguridad cuándo se deba preferir el trabajo de los hombres al de los animales o el de estos al de aquellos; calcular las causas políticas que deben influir en la dirección que se puede dar a un camino. En fin, permítasenos decirlo, tener una educación no vulgar, la cual no solamente hace recomendables los hombres en el trato con los demás, sino que también da aquel discernimiento y aquel tacto fino que en ciertos casos suele servir aún más que la ciencia.

Este discernimiento al que apela y enaltece Betancourt no es otra cosa que el aroma de los nuevos “aires” que se respiran: La razón y la industria progresarán más y más, las artes útiles mejorarán, los males que han afligido al hombre y los prejuicios, que no son su menor azote, desaparecerán gradualmente de entre todos aquellos que gobiernan las naciones. La idea de progreso impregna el ambiente y la desaparición de los prejuicios (o al menos de una parte de ellos) acabará alcanzando a amplios sectores de las clases dirigentes. Desde ellos se impulsan acciones destinadas a manipular la naturaleza para remediar sus defectos. La política se hace ilustrada y su puesta en práctica demanda hombres de acción.