Laureles
De pronto nos recibió un delicioso frescor y la sombra, brindados por árboles que, sin excepción, fueron creados por el Señor para estas islas atlánticas. Primero la faya (Myrica faya), un árbol de hoja pequeña, mate, y flores apretadas en pequeños racimos que se convierten, más tarde, en frutos como globos verdosos, comestibles; el orgulloso, altísimo laurel o loro canario (Laurus azorica), parecido a nuestro laurel de jardín y que siempre es un majestuoso árbol de hojas alargadas y estrechas, grandes bayas negroazuladas y flores que forman apretados racimos compuestos. Su aroma es más débil que el del laurel europeo; la hoja de las ramas en flor apenas está ondulada y los nervios son semejantes.
Aún más bonito es el barbusano (Apollonias barbujana), árbol regordete, con ramas parecidas a un verticilo y un tronco grueso y corto, cuya tupida y ancha copa ofrece la sombra más densa; sus hojas, las más pequeñas de los cuatro laureles canarios, brillan como espejos. Sus frutos –la floración ya había pasado- se encuentran en finísimos tallos de un racimo muy ramificado en forma de corimbo: sus bayas son verdes y alargadas, como una aceituna. Su madera es la más noble de los bosques canarios, comparable a la caoba en color y dureza.
Hermann Christ, Un viaje a Canarias en primavera (1886)
Traducción de Karla Reimers Suárez y Ángel Rodríguez Hernández