Viajeros del siglo XIX en Canarias

Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia

El verdugo y los carniceros

Dibujo de Harold Lee, 1888 Dibujo de Harold Lee, 1888 Al trasladarnos de una parte de los juzgados a otra, nos cruzamos con un hombre mayor, respetable, de pelo gris, que caminaba con la cabeza ligeramente inclinada y el aspecto de saberse alguien importante. Nuestro guía después de que hubo pasado, nos dijo en voz baja: “Ése es el verdugo oficial”. Los isleños le tienen tanto horror que, cuando la gente corriente se cruza con él, murmura: “Dios me libre de tus manos”. Su salario es de mil pesos al año (150 libras), más tres libras por cada ejecución. Tiene casa cerca de los juzgados y hace su ejercicio diario allí, sobre todo caminando de un lado a otro ya que no le sería muy agradable encontrarse con otra gente. Pobre hombre, parecía bastante inofensivo, pero está claro que la naturaleza humana siente antipatía hacia las manos que derraman sangre, aún cuando ésta no sea “inocente”.

Esta antipatía hacia los individuos que derraman sangre se extiende en las Canarias hasta los carniceros, que se consideran la clase más baja de la comunidad. Incluso los mismos criminales rehúsan mezclarse con ellos en prisión, por lo que, si los condenan por faltas que merezcan un castigo, los azotan en los Tribunales en lugar de llevarlos a prisión. Este horror ante los carniceros tiene un origen muy antiguo y es un vestigio de las costumbres de los antiguos canarios. Solamente la escoria de la sociedad aceptaba el oficio de carnicero y se consideraba tan ignominioso que no se les autorizaba a entrar en ninguna casa de otra persona ni a tocar sus pertenencias. No se permitía a los carniceros mezclarse con personas que no fueran de su misma profesión y, cuando querían algo, tenían que colocarse a cierta distancia y señalar lo que querían. Durante las batallas de la conquista, cuando se hacía prisionero a algún español, se consideraba suficiente castigo y humillación obligarlo a convertirse en carnicero.

Olivia Stone, Tenerife y sus seis satélites (1887)

Traducción de Juan Amador Bedford