Viajeros del siglo XIX en Canarias

Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia

Momias

Al descender en zigzag por entre las euforbias, chumberas y la maleza de higueras silvestres resbalé y caí con los pies por delante en un hoyo que pareció surgir de repente entre la arena y la escoria de la superficie. Esta grieta de aproximadamente 20 pies de profundidad contenía una inmensa variedad de huesos humanos: espinillas, costillas, húmeros y cráneos se entremezclaban con la tierra que había caído desde lo alto de la cueva. Se trataba de un antiguo cementerio de los aborígenes de Tenerife, quienes procuraban enterrar a sus muertos en cuevas prácticamente inaccesibles para el hombre corriente. Ya antes, desde abajo, había reparado en una abertura circular en la roca, precisamente allí donde es perpendicular. De ella parecían salir un montón de fémures que asomaban a la vista, como hombres y mujeres en un palco de la ópera. Este orificio frente al mar permitía la entrada de una luz tenue en el sepulcro.

Sin lugar a dudas, Tenerife debe estar repleta de huesos y momias guanches. El problema es cómo llegar a ellos. En cualquier barranco de paredes más o menos empinadas, uno puede tener la certeza de que las cuevas naturales formadas por las rocas escoriadas han sido utilizadas como cámaras mortuorias. […] Durante mucho tiempo existió entre los boticarios europeos la costumbre de pagar buenas sumas por las momias guanches, ya que constituían ingredientes muy estimados para la preparación de diversas medicinas medievales. Marineros británicos y de otras nacionalidades han transportado tantas momias como han podido, por lo que estas necrópolis se encuentran hoy despojadas de sus moradores.

[…] La cueva de La Paz está demasiado expuesta para haberse librado del saqueo y ha provisto de excelentes ejemplares de cráneo a la colección de un farmacéutico del Puerto, a la vez que de innumerables dientes a los niños de la zona, que los venden a tanto la docena.

Charles Edwardes, Excursiones y estudios en las Islas Canarias, 1888

Traducción de Pedro Arbona Ponce