Las mujeres españolas
A nosotros, los nativos de Inglaterra, nos parece que las mujeres españolas están apenas aprovechadas. No se les permite crecer ajenas a las trabas de la etiqueta, como a nuestras jóvenes. Poco a poco se las va podando con el torpe cuchillo del decoro hasta que llega a resultar sorprendente si, de solteras, conservan un mínimo de confianza en sí mismas. Lo que no sorprende en absoluto es que, al casarse, procuren vengarse de todas las restricciones que con anterioridad y tan injustamente hubieron de soportar. La mujer soltera, siempre y cuando permanezca bajo el techo paterno, puede decirse que no tiene personalidad propia. Se moverá cual títere, sin oponer resistencia alguna, según cómo la manejen. Por lo tanto, hasta que no logre emanciparse mentalmente, sería una imprudencia enfrentarla cara a cara, o en pie de igualdad, con el mundo exterior.
Y cuando la doncella se transforma en esposa, tal y como se la ha educado, en el mejor de los casos no llega a ser más que una insignificante compañera para su esposo. En consecuencia, él vivirá en gran medida a su aire y ella podrá buscar entretenimiento fuera del hogar, caso de que sea eso lo que necesite. En el casino él encontrará almas gemelas, mientras que la mujer podrá fácilmente unirse a otras esposas que, como ella, busquen compañía, bien conyugal o de otra clase. Él perderá su dinero jugando a las cartas o apostando a los gallos, mientras que ella, dispuesta a seguir su ejemplo y cumpliendo la promesa hecha en el altar, descubrirá que también puede arruinar la economía doméstica en juegos de cartas femeninos, único vicio a su alcance. Ante todo ello, ¿sorprende acaso que la vida matrimonial aquí no sea en general muy satisfactoria, o que las doncellas, ante la imposibilidad de huir de las inexorables desgracias del mundo, anhelen el frío retiro que le proporcionan los muros del convento?
Charles Edwardes, Excursiones y estudios en las Islas Canarias (1888)
Traducción de Pedro Arbona Ponce