De La Aldea a Las Palmas
Cuando se ha pasado la masa de rocas que rodean La Aldea, las faldas de la montaña presentan una serie de largos valles cuyos taludes casi verticales aumentan a cada paso las dificultades del camino. Estos desfiladeros dividen vertientes marítimas desde la punta de La Degollada hasta la de Taozo. Mogán es la cabeza de partido de esta banda. Los movimientos del terreno son menos pronunciados cuando uno se aproxima a Puerto Rico; las cimas de Tauro y de Roque Gordo se elevan sobre las últimas gradas de las montañas costeras y los taludes de la isla ya no ofrecen depresiones bruscas. A medida que se avanza hacia la punta de Maspalomas, la orilla se ensancha más y los barrancos de El Lechugal y de Arguineguy son los únicos obstáculos que hay que franquear.
Más abajo se encuentra el arroyo de La Gallega, que desciende de Tirajana y que, a la salida de los barrancos, se pierde en unas pequeñas lagunas, rodeadas de dunas de arena y de pequeños bosques de tamariscos. Los riegos han vivificado la llanura que domina esta costa pantanosa; sin este beneficio, Maspalomas sería un desierto. Estos terrenos regenerados han cambiado ahora de aspecto; campos de millo y algunas fincas bordean el camino que conduce a Juan Grande. Al acercarse a esa aldea, el paisaje vuelve a ser montañoso. De nuevo es necesario escalar colinas y atravesar barrancos antes de llegar a El Carrizal. Por encima de esta pequeña villa se encuentra un valle profundo que contiene dos aldeas: Agüimes y Temisas. La última ocupa la parte superior del valle. Su altitud es de 2.108 pies.
Al dejar El Carrizal se comienza a subir hacia la llanura de Telde. Esta comarca, por la extensión de sus cultivos y la suavidad del clima, recuerda a las de la banda del norte. Desde Telde a Las Palmas, el camino pasa cerca de los bordes de la sima de Jinámar y se extiende a lo largo del litoral. Varios conos de escorias, que se ven a la izquierda, parecen formar parte de un mismo sistema volcánico y unirse al pico de Bandama. Finalmente, cuando se llega al Salto del Castellano, uno de los acantilados más escarpados de esta costa, se descubre nuevamente la capital y las montañas quemadas de La Isleta.
Sabin Berthelot, Historia natural de las Islas Canarias, Geografía descriptiva (1839)
Traducción de José Antonio Delgado Luis