Icod de los Vinos
¡Qué encantadora nos pareció esta nueva y pequeña ciudad! Después de todos los senderos impracticables que habíamos recorrido, se nos apareció como una joya perdida, pero perdida entre colinas cubiertas de naranjeros, palmeras, limoneros, dragos, áloes, higueras y moreras, como si estuviera enterrada en un nido de verdor. […] La fonda en la que nos encontrábamos hacia las cinco de la tarde ocupaba un rincón de la plaza principal. Abrimos nuestro balcón y gozamos de un espectáculo que, entre nosotros, sólo se ve en el teatro. Allí no faltaba nada, ni el decorado, ni el vestuario, ni el buen humor, ni la agilidad de los actores.
En el centro de la plaza, donde todas las casas están provistas de un largo balcón de madera tallada y de ventanas con postigos antiguos, se elevaba una fuente, en la que las señoras y los señores iban a coger agua. Las mujeres llevaban unas enaguas finas de color rosa y un pañuelo de muselina, puesto con descuidado en las espaldas; los hombres, un simple calzón blanco y una camisa suelta que le llegaba a las caderas; también tenían un sombrero de alas anchas. Todos llevaban un cántaro de cuello largo y una caña hueca de bambú. Juntos formaban un círculo alrededor de la fuente, cuya agua caía en dos estanques superpuestos. En el borde del estanque superior se aplicaba un extremo de la caña y el otro se ponía en el cántaro, de manera que el agua caía por fuera y por el interior de la caña.
Pero el español es galante por naturaleza, sobre todo, cuando es canario. No puede permitir que una mujer haga algo mientras él permanece contemplándola con los brazos cruzados. Por eso, cerca de la fuente se encontraba constantemente un cierto número de jóvenes acechando la llegada de alguna señora. Entonces ellos se disputaban el honor de obtener su caña. Los más afortunados llenaban el cántaro, lo depositaban en tierra y después cogían a la mujer por el brazo izquierdo y le hacían dar un paso de baile, que se terminaba con unos movimientos de un alegre cancán, en los que la pierna de la señora y la del señor se levantaban juntas. Luego el caballero ayudaba a la joven a ponerse el cántaro en la cabeza y la feliz aguadora se iba con los puños apoyados en la cadera y riéndose de todo corazón.
Charles van Beneden, Al noroeste de África: Las Islas Canarias (1882)
Traducción de José Antonio Delgado Luis