Lucha canaria
Con las primeras luces del amanecer el griterío de los romeros puso fin a mis sueños. A esa hora, desde todas las partes del valle ya acudía gente a la fiesta. Las tapadas, cubiertas con sus blancas mantillas, dan vueltas por la plaza con el fin de intrigar a los galanes. Las cofradías de fieles obstruyen los accesos a la iglesia y se trasladan en masa hacia la capilla de San Pedro, donde va a organizarse la procesión. Mas concluida la ceremonia la multitud vuelve a sus diversiones. Y el pueblo, entusiasmado, busca nuevos motivos de divertimento.
En espera de los luchadores se hace un círculo en la explanada. Al poco, dos vigorosos atletas se presentan en el terreno: después de observarse un instante, se doblan el uno sobre el otro y se enlazan como dos serpientes. Los espectadores guardan el más profundo silencio: mientras que los luchadores se agarran, nadie se atreve a animarlos con gestos, voces o gritos. Se enfrentan dos bandos, el de Güimar y el de Arafo, y los partidarios de cada bando se agrupen entre sí. El luchador que había quedado en pie, y por lo tanto el vencedor, era un joven pastor de la localidad, de mediana estatura, macizo, todo nervio y más fuerte que un roque. Había tumbado sucesivamente a dos adversarios y estaba sentado en medio del terreno cuando se presentó un hombre de Arafo. A la vista de este tremendo atleta temí por el menudo pastor. El recién llegado era un buen mozo, de treinta años, de formas hercúleas, anchas espaldas y pecho velludo. Así y todo, el pequeño pastor lo miraba de arriba abajo sin inmutarse y aceptó el desafío. La lucha fue más bien breve: el atleta de Arafo, nada más agarrar a su joven adversario, que éste lo levanta a un pie del suelo y lo tumba como si fuera un fardo. El vencido se retiró todo confuso después de la caída y fue a reunirse con sus desolados compañeros.
Sabin Berthelot, Primera estancia en Tenerife (1836)
Traducción de Luis Diego Cuscoy