El encuentro de Lyell y Darwin
En octubre de 1836 Charles Darwin regresó a Inglaterra, tras casi cinco años de expedición en el Beagle por las costas de Sudamérica y habiendo completado la circunnavegación del globo. Pocos días después fue admitido como miembro en la Geological Society y trabó amistad con Lyell, quien le aconsejó que se estableciera en Londres o en Cambridge para desarrollar su trabajo con los abundantes materiales científicos fruto de la expedición. Darwin, interesado desde joven por la geología, había leído a bordo la reciente primera edición de los Principios de Geología. Por tanto, a su regreso, fue al propio Lyell a quien primero enseñó un informe sobre la elevación de las costas sudamericanas.
Darwin exponía que a lo largo de toda la costa chilena había encontrado huellas evidentes de haber sufrido levantamientos recientes. En Valparaíso había estudiado numerosos estratos horizontales repletos de conchas, situados entre 15 y 70 metros de altura sobre el nivel del mar. Siguiendo la técnica de Lyell había analizado la proporción común entre las especies fósiles y las actuales, hallando una gran similitud entre ambas faunas. Asimismo había detectado signos claros de levantamientos producidos por los fuertes terremotos sufridos por Chile en 1822 y 1835. La tesis de Darwin era que, con independencia del efecto de los terremotos, el continente sudamericano estaba sometido a una lenta y constante elevación. Lyell aprovechó estas observaciones para atacar una vez más al catastrofismo dominante en los medios geológicos, explicando que las llamadas formaciones diluviales no eran el resultado de ningún desastre natural, sino el efecto de una prolongada inmersión bajo el mar.
Lyell se interesó mucho por el resultado de los estudios que estaban realizando William Clift y Richard Owen sobre los huesos de animales fósiles recolectados por Darwin, incluyendo algunos pertenecientes a especies gigantes emparentadas con los megaterios. Sacó la conclusión de que los mamíferos sudamericanos habían desarrollado rasgos propios a lo largo de un tiempo muy extenso, que hacía comprensible y verosímil la extinción de especies de grandes cuadrúpedos. Llamó la atención acerca de que se trataba de un fenómeno similar a lo que había ocurrido con la fauna de Australia, recalcando que en ambos continentes se daba una estrecha relación entre las especies vivas y las fósiles.
Por la época en que conoció a Darwin, la correspondencia de Lyell con otros naturalistas muestra inequívocamente que pensaba que la extinción y creación de especies era un proceso continuo en la naturaleza y, en consecuencia, que seguía ocurriendo en la actualidad. Es una tesis que no quiso explicitar en los Principios, aunque se podía deducir de lo allí formulado, para no ofender a los lectores de mentalidad religiosa ortodoxa. Tampoco se pronunciaba acerca de cómo se formaban las nuevas especies. En 1837 Darwin presentó un informe sobre sus investigaciones en la pampa argentina donde aducía que las especies extintas de mamíferos gigantes, cuyos fósiles había traído consigo, seguían estando representadas por especies nuevas de menor tamaño, pero semejantes en su estructura anatómica. Por entonces estaba escribiendo su diario del viaje en el Beagle y este puede haber sido el primer paso hacia su teoría de la evolución. En 1838 Darwin empezó a interesarse por la domesticación de los animales, en relación a las variaciones experimentadas por las especies sometidas a un proceso de selección artificial de determinadas características. También tuvo un gran impacto sobre él la lectura de la obra de Thomas Malthus Ensayo sobre el principio de la población (1798), que lo obligó a reflexionar sobre la conexión entre el desarrollo demográfico de una especie y los recursos naturales disponibles.
Un tema capital sobre el que debatieron durante largos años Lyell y Darwin fue el origen de los atolones coralinos. En los Principios el primero los había considerado cimas de cráteres volcánicos recubiertos de coral. Darwin le explicó que al estudiarlos se había convencido de que eran el resultado de la subsidencia de una isla montañosa, de la que sólo subsistían los arrecifes coralinos que la rodeaban, quedando una laguna en el centro. Otra teoría geológica de Darwin que interesó mucho a Lyell se refería a las costas de la Patagonia. Había observado una serie de siete terrazas que se mantenían prácticamente a la misma altura a lo largo de más de 1300 kilómetros. Al investigarlas llegó a la conclusión de que cada línea de acantilados representaba un período de reposo marcado por la acción erosiva del mar, mientras que las llanuras eran el resultado de períodos de levantamiento gradual, formándose al pie de cada terraza una línea de playa de guijarros. Otro hecho que produjo la admiración de Darwin fue el hallazgo en las montañas de Uspallata de un bosque fósil de araucarias petrificadas. El estrato que lo contenía se encontraba a más de 2000 metros de altitud y estaba cubierto por un estrato de sedimentos y lavas submarinas de 300 metros de espesor, lo que indicaba que había estado hundido a gran profundidad.
En marzo de 1838 Darwin leyó un importante artículo en la Geological Society donde, a partir de los efectos del gran terremoto de 1835 que pudo estudiar de primera mano, afirmaba que la actividad volcánica y los terremotos estaban directamente relacionados y constituían manifestaciones de las inmensas fuerzas terrestres que estaban levantando el continente sudamericano. Sostenía que las cadenas montañosas, incluso las más elevadas, como los Andes, eran fenómenos derivados de la elevación de los continentes. Lyell quedó encantado con estas conclusiones, acordes con su actualismo geológico, y que suponían un argumento decisivo contra la teoría del levantamiento súbito de las montañas defendida por Élie de Beaumont.