Charles Lyell y Canarias

Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia

El colegio de Winchester

He llegado así al memorable periodo en el que estaba a punto de abandonar Salisbury e ir a mi nueva y última escuela. Hubo un interregno de casi medio año en el que Tom y yo recibimos clases en casa, con mi padre como profesor. Creo que nos fue bastante bien. Por entonces leímos las Églogas de Virgilio, etc., y un profesor francés venía dos veces a la semana. Con el tiempo se decidió que debíamos ir a Winchester, pero nos dimos cuenta de que nuestros nombres deberían estar en las listas de espera del colegio durante dos años para tener la posibilidad de entrar. De modo que se eligió otra escuela, una especie de colegio preparatorio, dirigida por el Doctor Bayley (quien una vez fue profesor en Winchester y en Oxford), que contaba con unos setenta niños en una escuela de antigua fundación en el avejentado (en ruinas) barrio de Midhurst, en Sussex, un hermoso punto justo delante del viejo parque del castillo de Cowdray, que perteneció a la familia Montague, cuyo título está ahora extinto y pertenece a Poyntz, quien se casó con la hija y heredera.

Cowdray Castle, Midhurst, Sussex, por S. Hieronymus Cowdray Castle, Midhurst, Sussex, por S. Hieronymus

El Doctor Bayley estaba casado con una Goodenough, una de las primas del obispo de Hereford. Había estado mucho tiempo bien relacionado en la facultad en Oxford y luego en Winchester, y tal vez sea bastante natural que notara el cambio en un pequeño lugar de provincias donde no había buena sociedad, sino unos cuantos comerciantes y demás. El colegio en el cual me encontraba ahora era un mundo muy diferente del anterior. Por la edad y el número de niños y el sistema adoptado, tenía todo el carácter de una de nuestras grandes escuelas públicas. Por entonces había cumplido ya los doce y no se me consideraba uno de los niños pequeños. Por mucho que alguien hable acerca de los felices recuerdos de sus días de colegio creo que la mayoría, si contara la verdad, no querría volver a pasarlos o los consideraría menos dichosos que los años que siguieron. Por primera vez me di cuenta de que tenía que abrirme camino en un mundo hostil y depender por entero de mis propios recursos.

Quizá nunca hayas oído hablar de cuánto luchan los distintos chicos por el poder y cuán exactamente aprende cada uno quién es su jefe, una supremacía que depende parcialmente de la personalidad, o de las agallas, como ellos lo llaman, y en parte de la fuerza física. Siempre hay compañeros belicosos que se deleitan bastante en reyertas y en acosar a los demás, y son el terror de los jóvenes tranquilos de espíritu débil. A menudo son matones, temerosos de otros muchos de su misma edad y fuerza, y golpeados por ellos, pero atormentan a los espíritus tranquilos y son odiados como tiranos por los más débiles y jóvenes de la escuela. Hay algunos de sentimientos amables, pero muchos más quienes por el gusto de proporcionar protección y sintiendo su propia importancia escudando a otros, toman a algunos bajo su cuidado. A menudo oyes a algún desafortunado al que han golpeado exclamar: “Se lo diré a C. si vuelves a pegarme”. Contárselo al profesor es una apelación a la ley sobre la que cualquier crueldad prevalece, y no halla favor en ningún niño.

Uno de los chicos mayores de la escuela, diácono senior (porque había tres tipos: senior, secundus y junior), me tomó de forma voluntaria bajo su cargo casi todo el primer semestre por pura amabilidad y luego me dijo que ya llevaba tiempo allí y era lo suficientemente mayor como para valerme por mí mismo. Tan pronto como se supo que ya no podía escudarme en un protector empezaron a abofetearme y perseguirme. Casi todos los chicos tienen que luchar alguna vez antes de ganarse una posición, antes de que se establezca quién tiene miedo a quién y a quién debe temer a su vez. Me llevó mucho tiempo llegar al punto de defender mi independencia, aunque no podía soportar que me vencieran los pequeños y como a mediados del segundo semestre se me consideraba incapaz de resistir. Al final me di cuenta de que no sentirse ofendido y no luchar era una manera segura de sufrir más de lo que podría conllevar cualquier batalla, pero este era el resultado de razonar y nunca estaba preparado para devolver los golpes inmediatamente.

Un día, un tiparraco vulgar de nombre Tilt vino a pelear conmigo e intercambiamos muchos de los corteses epítetos tan comunes entre colegiales como, “imbécil”, “estúpido” y finalmente, “cobarde”, tras lo cual me propinó un golpe que me tiró al suelo y me abrió una brecha importante en la cabeza. Como Tilt tenía justo un año menos que yo y era más bajito (aunque de constitución más fuerte), me enojé desmesuradamente por esta ofensa ignominiosa y tras un par de horas reuní el coraje para declarar a unos niños que vinieron a preguntarme si era cierto que Tilt me había derribado, que “me gustaría ver cómo lo intentaba de nuevo”. Inmediatamente, se extendió la noticia de que estaba listo para luchar. El deleite que ocasiona una inminente batalla siempre es enorme y muchos vinieron a darme una palmadita en la espalda, a ofrecerse para ser mis ayudantes, para aconsejarme que eligiera rondas de dos minutos, etc., y todo lo necesario para prolongar la diversión.

Se designó a alguien para que sujetara el reloj y proclamara cuándo iban a comenzar los asaltos, y se decidió que en lugar de dos minutos sólo se permitiría uno entre cada asalto, de manera que si un contendiente era derribado y no se levantaba en un minuto (mientras el otro seguía incitándole a pelear) se acababa el encuentro y quien declinara volver a pelear “recibiría el puñetazo por la cobardía”, un leve toquecito, seguido de un grito por los amigos del vencedor y luego, en ocasiones, aunque rara vez sucedía, los dos combatientes acababan con un apretón de manos. Esta pelea duró dos días, cinco o seis horas cada día porque no había medias vacaciones1 y estábamos bastante igualados, pues Tilt había aprendido a boxear y me igualaba, aunque era más débil que yo. Sus dos ojos estaban amoratados y su costado muy dañado, y su cabeza permaneció hinchada una semana entera. Creo que yo me encontraba muy mal, pero mis heridas no estaban en el rostro; y aunque tenía que haber guardado cama, como él, mis amigos me aconsejaron que pusiera buena cara y simulara que no me dolía, “porque eso haría que otros me temieran el doble”.

Sufrí muchísimo interpretando a este personaje durante ocho días. Recuerdo el dolor de ese momento - me dolían todos los huesos, y todo mi cuerpo estaba negro y azul, y tan rígido, que cuando dimos un paseo “hacia las colinas” un día, me vi obligado a cogerme del brazo de un amigo. Tras un encuentro de esta índole, hay discusión entre los diferentes niños de la misma edad y altura acerca si tal o tal deberían tener miedo del ganador. Todo hecho despectivo es traído a colación y como yo resultaba ser un año mayor que Tilt, se dijo que debería darme vergüenza haber tardado dos días en tumbarle; “además, Lyell está peor de lo que aparenta, sólo que en su piel no se nota tanto como en la de Tilt,” y demás. De hecho, logré menos de lo que la mayoría habría ganado después de un combate así, pero todos los chicos que tenían miedo de Tilt tuvieron desde ese día gran respeto por mí y mis puños; esto me salvó de muchos abusos y sentí que había conseguido algo grande.

Poco tiempo después tuvo lugar una batalla desesperada entre Carter (uno de los primos del actual M. P.), un chico de Portsmouth, y Norris, dos de los mayores en la escuela. Duró tres días y fue un encuentro de los más salvajes. El coraje con el que lucharon después de una creciente palidez, escurriendo sangre por la nariz y con moretones, y sin poder tenerse en pie de lo débiles que se encontraban, fue un espectáculo que recuerdo como bárbaro y brutal; pero el disfrute entusiasta y la admiración del colegio por sus agallas fue sorprendente. No puedes imaginar cómo los más fuertes y animados consiguen tiranizar a los más mansos y tímidos. Verás en un día frío cuando un grupo de niños están alrededor de una hoguera, cómo en seguida se acercan tres más grandes y fuertes y, sin darles una sola orden, el grupo se va de inmediato y estos tres monopolizan el calor durante horas, y no permitirán que nadie salvo ellos mismos, tuesten o hiervan o cocinen en el fuego.

A menudo existe una especie de tributo que paga el débil para propiciar estos poderes majestuosos. Los fuertes reciben todo tipo de regalos con el objetivo de que sean menos libres con sus puñetazos y exacciones. Aunque servir de lacayo para niños mayores no está permitido como en algunas escuelas, siempre los mayores y más fuertes exigen servicios más duros de sus inferiores en edad y fuerzas. Algunos niños se achican ante las dificultades, pero en general llegan a ser más varoniles y fuertes. Si han llegado de un hogar cómodo, han sido mimados y consentidos hasta cierto grado, son sensibles a los insultos y a los trabajos duros, y no poseen suficiente fuerza de carácter y el valor que precisan para hacer su camino, deben pasar por pruebas dolorosas antes de que lleguen a sentirse bien consigo mismos, especialmente cuando están a mita de su estancia en el colegio. Este recuerdo me hace dar gracias al cielo por no tener que pasar por eso otra vez.


  1. Más adelante, Sir Charles Lyell explica que así se llamaba a los días libres que se les daba a los alumnos en medio del calendario de clases como premio o por otras razones.