Ese crecimiento demográfico, mucho más acusado en la Europa occidental que en la oriental y meridional, va a provocar, también la aceleración de las corrientes migratorias campo-ciudad e intercontinentales que favorecen el crecimiento de las ciudades y los contingentes de población de otros continentes. Aunque la población rural siga predominando en el conjunto del continente europeo hasta finales del siglo XIX, el éxodo rural o trasvase de la población del campo a las ciudades es muy significativo (en 1800 sólo contaba con 23 ciudades de más de diez mil habitantes frente a las 135 de 1900): este éxodo rural es provocado, entre otros factores, por la demanda de mano de obra de las fábricas urbanas, la imposibilidad de competir con estas por parte de los artesanos rurales y la introducción de la mecanización y del trabajo asalariado en el campo.
De forma paralela, se inicia, desde principios del siglo XIX, el desarrollo de una masiva oleada migratoria desde Europa a otros continentes (100 millones entre 1815-1870), especialmente a América del Norte (el principal destino de los emigrantes europeos será EE.UU., seguido a gran distancia por Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica, Latinoamérica, Norte de África, etc.), al ser incapaz la industria europea de absorber todos los excedentes de mano de obra que la creciente demografía aporta anualmente; la atracción que ejercen las zonas nuevas de poblamiento blanco y las facilidades que proporcionan los nuevos medios de transporte realizan el resto.