Viajeros del siglo XIX en Canarias

Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia

Crueldad con los animales

Arrieros, Mascart 1911 Arrieros, Mascart 1911 El espectáculo más penoso de estas islas es la gran crueldad con que tratan a los animales. Hoy, a la vuelta de un paseo por el muelle, el único lugar de la ciudad donde uno puede acercarse al mar, observé un ejemplo terriblemente cruel y premeditado. Cerca del dique, las tartanas de alquiler estaban paradas a un lado de la carretera. Al otro lado, ocupando un trecho bastante grande de calle, los conductores estaban esperando “viajes”. Por ello, los peatones tienen que pasar por el centro de la carretera. Al acercarme, observé a uno de los conductores, un hombre alto y de constitución fuerte, con un látigo largo y pesado en la mano cruzando con cautela la carretera. Al otro lado había un caballo y una mula, pequeños y de aspecto desamparado, enganchados a una tartana, que estaban inmóviles, tal vez dormidos. Me llamó la atención la manera de caminar del hombre, así que lo observé. Cruzó la calle lenta y sigilosamente, de puntillas, y cuando estaba a mitad de camino, con el mismo silencio, lentitud y cautela, levantó con la mano derecha aquel látigo, largo y cubierto de nudos, y lo dejó caer, con toda la fuerza de su poderoso cuerpo, sobre el hocico del caballo. La pobre bestia despertó tambaleándose y, acto seguido, le atizó en las patas traseras, en las partes más delicadas, de una forma increíblemente brutal.

Todo lo ocurrido era absolutamente inmerecido y de una brutalidad desenfrenada, y sólo podía haber sido realizado por una mente brutal y viciosa. Fue repugnante. Desde luego le dije con palabras lo que pensaba, con gran sorpresa suya, pero un buen latigazo hubiese expresado mejor lo que yo sentía. Aquel hombre y su látigo eran tan grandes, el animal tan pequeño, delgado y de aspecto tan desamparado, que nadie, excepto un cobarde, podría haber hecho lo que él hizo. Los abusadores siempre son cobardes. A pesar de lo ineficaces que, en gran medida, son las sociedades protectoras de animales, estoy segura que una podría hacer aquí mucho bien. Sin embargo, sería inútil esperar que los isleños puedan poner en marcha una iniciativa de esta clase ya que, incluso los mejores, sienten muy poco cariño por los animales. Las peleas de gallos, que tanto prosperan aquí, así lo demuestran y lo que impide que se celebren corridas de toros es la incapacidad para llevarlas a cabo, no la falta de ganas. ¿Qué se puede esperar de un pueblo cuyos pasatiempos nacionales son éstos?

Olivia Stone, Tenerife y sus seis satélites (1887)

Traducción de Juan Amador Bedford