La paciencia y el fatalismo
Tras ocho días en el mar, algunos de nosotros estábamos impacientes por desembarcar en Tenerife. Sin embargo, el oficial de sanidad primero debía certificar que no portábamos ninguna enfermedad infecciosa a esta pequeña isla que ha sufrido tantas y tan variadas plagas desde que entró en la historia de la civilización. ¡Paciencia! Esa era, por tanto, la consigna. De hecho, fue un ruego al que nos habituamos enseguida. Si la comida no llegaba una o dos horas después de haberla pedido el dueño del establecimiento murmuraba: ¡Paciencia, señor! Si el caballo que había alquilado para una excursión de una semana parecía un saco de huesos en movimiento, el propietario de la cuadra me advertía que con paciencia el animal mejoraría su aspecto. Si en un torpe intento de comer un tuno, me clavaba cuatro o cinco espinas en el pulgar y me quejaba al intentar extraerlas, probablemente se hallaría cerca algún moreno nativo, quien me aseguraría que con paciencia la herida supuraría tranquilamente y de esa manera las puntas saldrían por sí solas. Y cuando el esposo meridional, en un raro momento de irritabilidad, se queja de los sollozos de su bebé, diez a una a que la madre susurrará: ¡Paciencia!, y recordará al padre que con el tiempo el llorón se convertirá en un hombre.
Charles Edwardes, Excursiones y estudios en las Islas Canarias (1888)
Traducción de Pedro Arbona Ponce
Hay un precepto que los insulares aceptan sin dificultad. Es la resignación a los decretos de la Providencia. Los canarios se han vuelto tan fatalistas como los musulmanes. Un padre no le recomienda a su hijo que sea honesto y trabajador. Se limita a decirle: “Dios te haga bueno”. Cuando un enfermo lucha contra la muerte, generalmente no falta una vieja bruja que le recuerda que es un crimen querer luchar contra la voluntad divina, lo que significa que no hay que buscar la salvación de un moribundo. Entonces todo el mundo se retira, dejando sin cuidados, al desgraciado, y no vuelven hasta que haya dado el último suspiro. Después de haber confiado sus semillas a la tierra el agricultor espera pacientemente. Cosechará “si Dios quiere” y es inútil hacer el menor esfuerzo.
René Verneau, Cinco años de estancia en las Islas Canarias (1891)
Traducción de José Antonio Delgado Luis