Viajeros del siglo XIX en Canarias

Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia

Costeando Fuerteventura

El barco era un verdadero corral. Gallinas, corderos, perros, camellos, todos amontonados en gran desorden, gritando, piando, bramando desaforadamente hasta que el mareo acabó por mandar a callar a toda la manada. Pronto navegábamos costeando las orillas volcánicas de Pozo Negro; después, doblando la Punta de Jacomar fuimos a fondear en la bahía de Gran Tarajal, donde el patrón tenía que recoger más pasajeros. Yo no esperaba semejante refuerzo; había que acomodar a bordo de un pequeño barco de sesenta toneladas, ya demasiado repleto, a una veintena de pobres familias que retornaban a Gran Canaria. En ese grupo había varios niños de pecho cuyos llantos parecía que nunca iban a terminar. Y para completar aquella barahúnda, los animales, que olfateaban la tierra desde que se echó el ancla, reanudaron el nuevo concierto.

Berthelot y Webb, 1839 Berthelot y Webb, 1839 Al atardecer nos hicimos a la vela y el Sévère, a favor de un buen viento, navegaba a lo largo de la península de Jandía, que lamentamos no haber explorado: Fuerteventura aparecía distinta; ahora las costas no se veían bajas y uniformes. Costeamos un paraje de altos cerros que se precipitan sobre el litoral en contrafuertes abruptos. A la puesta del sol refrescó el viento: doblamos la Punta de Jandía, la más occidental de la isla, y a medida que dejábamos el abrigo de la tierra, el mar y el viento parecían haberse conjurado contra nosotros. No tardó en estallar con furia la borrasca; el horizonte se anunciaba amenazador y la oscuridad de la noche hacía la escena todavía más terrible. Fuertes ráfagas, que acostaban el barco sobre las olas, originaban a bordo un espantoso desorden. Las olas barrían la cubierta; los pasajeros, refugiados en la bodega, se mezclaban con los animales, que no podían ser dominados. Aquello era una espantosa batahola de lamentos y alaridos dominados a intervalos por el fragor de la tempestad. Cada cual buscaba un rincón del barco donde refugiarse: las mujeres y los niños estaban acurrucados en la cámara, y los camellos, a los que se había inmovilizado a la fuerza de amarras, permanecían echados recibiendo sobre el lomo toda la fuerza de la borrasca.

Sabin Berthelot, Primera estancia en Tenerife (1836)

Traducción de Luis Diego Cuscoy