Los entierros
Las Palmas elige enterrar a sus muertos cuando la animación de la hora del paseo alcanza su apogeo. El canto lejano de sacerdotes y los muchachos, además del periódico repicar de las campanas de la catedral, se superpone al estruendo de las trompetas y al bullicioso charloteo femenino. Luego, lentamente, la cabeza de la procesión funeraria aparece en la calle junto al palacio del obispo y avanza entre la plaza y la fachada de la catedral. Cuatro risueños monaguillos, vestidos de rojo, portando crucifijos y báculos de los que colgaban faroles dorados, van en vanguardia. Les sigue el sacerdote con su libro, flanqueado por dos muchachos que le iluminan las páginas, mientras canta el melancólico servicio, trastabillando con los irregulares adoquines que pavimentan la calle. Tras él viene el muerto en su féretro, cargado por cuatro hombres, ayudados por varios más, que los relevan. Y por último, formando largas hileras paralelas, los parientes y amigos del finado, algunos de los cuales llevan lámparas, cierran la procesión.
[…] Una vez aquí, los monaguillos apagan todos los faroles, excepto dos, y la mayor parte del cortejo regresa a la ciudad, fumando sus cigarrillos. Si uno desea quedarse hasta el final, se unirá a los diez o dice que acompañan puertas adentro a quien preside el entierro. Un hombre con un saco de cal sobre los hombros y una pipa en la boca, caminando con la arrogancia que suele acompañar al orgullo injustificado, precede al féretro mientras es izado por unas escaleras de hierro hasta alcanzar el nicho que tiene reservado en el columbario. Entonces se lo deposita en el suelo y se destapa. El hombre cubre el cadáver con la cal, distribuyéndola metódicamente y apretándola hasta que el cuerpo queda invisible, salvo la puntas de sus bien calzados pies. Durante toda la operación el sepulturero conserva la pipa en la boca. El que preside el cortejo, a la vez que no pierde detalle de los preliminares del entierro de su madre, enciende un cigarrillo y charla con sus amistades.
Charles Edwardes, Excursiones y estudios en las Islas Canarias (1888)
Traducción de Pedro Arbona Ponce