De camino a Taburiente
Seguimos a nuestros guías por el Barranco de las Angustias, cuyo nombre era como un anuncio de los lugares peligrosos por donde teníamos que pasar. El tajo se hundía entre dos montañas inaccesibles coronadas por picachos dispuestos como las almenas de una muralla. Después de una hora de penosa marcha, las márgenes del barranco se hicieron impracticables, por lo que nos vimos obligados a escalar la cortada margen a nuestra derecha para alcanzar un cejo de tres pies de ancho que se ceñía a las anfractuosidades de la ladera, cejo volando sobre un espantoso abismo. A intervalos, el paso se irrumpía: en tal situación el guía que iba delante salvaba la cortada con pasmosa seguridad, después alargaba su lanza para que su compañero, situado en el lado opuesto, pudiera ayudarnos y de esta manera pasar después que él. A cada paso los obstáculos se hacían más difíciles: pero nuestros arriscados palmeros se movían con tal seguridad y nos hacían objeto de tantos cuidados que, animados por su ejemplo, proseguimos la marcha hasta el final. Por lo demás, para regresar a Argual no lo íbamos a hacer por el mismo camino: nuestros guías habían prometido llevarnos por caminos menos escabrosos que iban por la otra margen del barranco.
Nos encontrábamos más animados cuando a una vuelta del camino, éste se estrechó de nuevo y las dos montañas situadas a ambos lados estaban tan cerca la una de la otra que con mucha dificultad se podía pasar entre ellas. El último vendaval había abatido sobre este lugar uno de los grandes árboles que cubrían la escarpada orilla del otro lado, y el enorme tronco había quedado como un puente sobre el abismo. No había otro medio, si queríamos seguir por la cornisa: era precio aventurarse por el único paso que la casualidad nos deparaba y mantener el equilibrio de los acróbatas sobre este puente aéreo. La vista se perdía en el torrente que retumbaba en lo hondo al chocar contra las rocas. Junto con nuestros guías corrimos el riesgo y, sanos y salvos, llegamos al otro lado. El guía que abría nuestra marcha dijo: “Sólo hemos tenido una hora de mal camino, pero durante esa hora nuestras vidas han pendido de un hilo”. Por fin la garganta se ensanchó: descendimos por una vereda tortuosa hasta el borde del torrente y llegamos a la base de un roque que se yergue como un obelisco a la entrada del desfiladero: forzados a dar un rodeo para evitar ese gigantesco monolito, avanzamos a unos pasos más y, súbitamente, La Caldera se mostró con toda su grandiosidad ante nuestros ojos.
Sabin Berthelot, Primera estancia en Tenerife (1836)
Traducción de Luis Diego Cuscoy