Peleas de gallos
Al enumerar los principales edificios de la capital de La Palma omití uno, la gallera, una construcción blanca octogonal, con una cúpula de vidrio rojo y una veleta dorada. Desde el mar no hay nada en la ciudad que destaque más, llegando uno a pensar que se trata de la residencia del Gobernador. Durante los primeros siglos de la ocupación española se corrían toros en los ruedos isleños, algo que todavía se practica en España. Posteriormente, por alguna causa que desconozco, se desecharon los toros y ahora son los gallos de pelea, de procedencia inglesa, los que suministran al populacho ese festín de sangre y muerte que parece ansiar el temperamento español.
[…] 500 o 600 paisanos abarrotaban el local y las piernas morenas de los muchachos colgaban de la galería, por encima de las zonas más aristocráticas y cercanas al ruedo. Ni siquiera el paddock de Epsom cinco minutos antes del comienzo del Derby provoca un tumulto como el que se forma aquí cuando se frotan los picos de las aves entre sí, como preliminar a cada pelea. Los muchachos vociferaban sus apuestas en céntimos, mientras que los ciudadanos más ricos y la nobleza apostaban dólares por docenas. Un marqués desató con sus propias manos los lazos azules o rojos que sujetaban las fundas de los espolones de los gallos. Otro distinguido caballero mantenía la balanza mientras se pesaba a los combatientes y arrancaba plumas de sus colas cuando era necesario igualarlos. Luego se colocaba a los pobres y orgullosos pugilistas uno frente a otro, en medio de un estruendo de gritos de animación que aturdía a los novatos, convirtiéndolos en presa fácil de los gallos más experimentados, que ya habían probado la sangre y estaban acostumbrados a las eufóricas caricias de sus dueños.
Charles Edwardes, Excursiones y estudios en las Islas Canarias (1888)
Traducción de Pedro Arbona Ponce