Excursión a La Graciosa
Nos acomodamos en la barca, cruzamos el canal de El Río y desembarcamos en la pequeña isla desierta, de no más de cuatro leguas de perímetro y casi toda cubierta de arena, de lapilli y conchas. Los vegetales han echado raíces en ese terreno pedregoso: espesos matorrales de verdolaga que se mezclan con otros quenopodios leñosos abundan en la parte meridional, pero en el interior sólo se encuentran ralos herbazales rastreros que se defienden de los ardores del sol buscando amparo a la sombra de las piedras.
Sobre la playa conchífera de Pedro Barba, rica en moluscos, había varios ostreros de buen tamaño. Les veía seguir en veloz carrera el reflujo de la ola para capturar los insectos que habían quedado sobre la arena. No queriendo esta vez jugar el papel de simple observador, abatí además algunas golondrinas de mar, un ave palmípeda, cenicienta, una gaviota de plumaje gris y varias zancudas.
Mi compañero, a quien encontré en la tienda, había hecho su guerra a los cangrejos y a los moluscos: la colección hecha era muy variada. También estaban de vuelta los pescadores. Esta buena gente había recogido todo aquello que creyó podía interesarnos y estaban orgullosos de podernos mostrar las riquezas de estas aguas: venían cargados de pescado, de moluscos y de políperos. Un enorme saco de crustáceos completaba el obsequio de que éramos objeto. Cada uno exponía el producto de su pesca, hasta el punto que a poco la tienda parecía un mercado copiosamente abastecido. Hicimos una comida de ictiófagos: cangrejos y langostas cocidos, delicioso pescado y, de postre, moluscos. Al anochecer regresamos a Lanzarote. Los pescadores nos acompañaron hasta nuestro alojamiento alumbrándonos con hachones de tea, que ellos emplean para sus pescas nocturnas.
Sabin Berthelot, Primera estancia en Tenerife (1836)
Traducción de Luis Diego Cuscoy