Viajeros del siglo XIX en Canarias

Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia

El asilo

El asilo de Santa Cruz me pareció un lugar casi ideal para la lenta agonía de la vejez. No resultaba en absoluto deprimente. La buena hermana que me guió por aquellos aireados corredores y limpias salas de paredes encaladas no cesaba de reír animadamente. Allí encontré cincuenta niños robustos ocupados con sus pizarras y sus lápices en problemas de largas divisiones. Al entrar nosotros se pusieron de pie con alegre celeridad, disfrutando de la distracción. Después de ver a los niños pasamos a las niñas. Sus edades estaban comprendidas entre los ocho o nueve y los quince años, y algunas prometían una gran belleza. En España abundan esos ojos negros que se clavan en el corazón; pero aquí, algunas de estas bien educadas huérfanas, exhibían una tez más propia de Inglaterra, así como unos resplandecientes ojos llenos de dulzura. Las niñas estaban empleadas en diversas tareas: algunas bordando, otras recortando figuras de papel con las que decorar las imágenes de las iglesias o confeccionando ramitos de rosas y geranios de papel, precisamente en esta tierra rebosante de flores naturales.

En este democrático establecimiento aquellos que estaban capacitados  encontraban trabajo. Incluso las ancianas, pobres criaturas poco agraciadas, pasaban el rato separando el maíz de un gigantesco montón, mientras charlaban con sus ásperas voces. Para los hombres había labores de zapatería, carpintería, sastrería, etc. Encontramos a siete golfillos almorzando, en el más auténtico estilo canario, alrededor de un enorme tazón de gofio. Al vernos se detuvieron con sus cucharas en alto, para continuar comiendo inmediatamente. De esta forma llegamos finalmente a la guardería, donde un par de madres jóvenes comenzaron a asear a sus pequeños de escasas semanas para nuestro entretenimiento. “Ese de ahí es más moreno de lo que debiera”, comentó la hermana sacudiendo la cabeza y dirigiéndose a una de las madres. Pero nosotros no aflojamos el paso para escuchar las locuaces explicaciones que ofrecía la joven en defensa de su hijo y su parentesco.

Charles Edwardes, Excursiones y estudios en las Islas Canarias (1888)

Traducción de Pedro Arbona Ponce