Hospitalidad en Anaga
Después de haber pasado Igueste no se ven más que montañas áridas que forman un revoltijo inextricable. Nos fue necesario todo un día para llegar a la cumbre. La noche cayó sin que tuviéramos ningún alimento que llevarnos a la boca. Desde por la mañana no habíamos visto ninguna persona ni animal, excepto los gatos salvajes que huían cuando nos aproximábamos. Acabábamos de adentrarnos en un bosquecillo, buscando un sitio abrigado donde pasar la noche, cuando oímos en la lejanía los gritos de un perro. Nos dirigimos hacia la parte de donde venía el ruido y llegamos a una pobre cabaña de piedra seca, donde fuimos recibidos con la mayor cordialidad. Estábamos en la aldea de Anaga, de la que no habíamos visto ninguna casa por la oscuridad de la noche. Nuestro anfitrión era pastor y uno de los más pobres en este rincón perdido en medio de las montañas. Pero tenía el valor y la generosidad de sus antepasados guanches. Enfermo, había ido por la tarde a buscar dos cestas de higos para alimentar a su familia. Nos ofreció su casa y lo que quedaba de sus provisiones.
Por otra parte, no había que hacer grandes esfuerzos de imaginación para creerse en casa de un descendiente de los valientes pastores de antaño. Aunque no levaba su vestimenta, si tenía el tipo, y su vivienda completaba la ilusión. Los muros, que dejaban entrar el viento por todos lados, sostenían un techo compuesto de troncos de árboles, no pulidos, cubiertos de ramas. Piedras colocadas encima impedían que el viento se llevara esa techumbre. Sobre unas varas había extendidas, para secarlas, pieles de cabra que debían servir para hacer zurrones para el gofio, odres para el agua y zapatos para la familia. Un tabique de cañas aislaba un pequeño rincón, donde los niños estaban arrebujados entre pieles de animales. Como mobiliario un cofre, una piedra agujereada que servía de lámpara, conchas destinadas al mismo uso, una jarra para el agua, tres piedras formando un fogón en una esquina y eso era todo.
René Verneau, Cinco años de estancia en las Islas Canarias (1891)
Traducción de José Antonio Delgado Luis