Afición a la entomología
Como temían imponerme demasiadas tareas comencé a ser presa del aburrimiento, lo que no mejoró mi salud, porque yo siempre me sentía fatal cuando no tenía nada que hacer, a pesar de mi excesiva aversión al trabajo si no era forzado a ello. Ocurrió que poco antes de esto mi padre sustituyó la botánica por la entomología durante un breve período, un interés que sólo duró lo bastante como para inducirlo a comprar algunos libros sobre el tema, después de lo cual lo dejó, creo que principalmente porque le molestaba tener que matar los insectos. Tampoco me gustaba este aspecto del asunto, pero pronto lo arreglé, pensando que sus sensaciones debían ser de alguna manera similares a las de las plantas, que una parte puede vivir largo tiempo sin otra, que comerán después de que muchos de sus miembros hayan sido cortados, que combaten cuando los alfileres los atraviesan, que se van volando cuando sus entrañas han sido vaciadas y otros signos que implican un tipo de vitalidad muy remota respecto a la de los animales superiores de sangre caliente como para despertar cualquier sentimiento de disgusto, en alguien que los estudia mucho, ante la idea de infligirles dolor durante el lapso de tiempo que lleva matarlos, a menos que la operación no se lleve a cabo con habilidad.
Recolectar insectos era justo la clase de ocupación informal que me convenía en aquella época, porque daba suficiente trabajo a mi cuerpo y mi mente, era muy variada y contemplar una colección que se incrementaba continuamente gratificaba lo que en la jerga de los frenólogos se denomina “propensión acumulativa”. Pronto comencé a conocer las especies raras y a apreciar a los especímenes por ese examen. Al caer la tarde solía ojear Los Insectos de Donovan, una obra que reúne gran cantidad de especies británicas en ilustraciones a color, pero que no tiene mérito científico alguno. Se convirtió en la vía más fácil para aprender los nombres y no requería estudio, bastaba con mirar los dibujos. Al principio centré mi atención en los lepidópteros (mariposas, polillas, etc.), por ser los más bellos, pero pronto me llamó la atención observar los singulares hábitos de los insectos acuáticos y solía sentarme mañanas enteras frente a una charca, alimentándolos con moscas y los apresaba si podía. No tenía compañero con el que compartir mi afición, nadie que me animara a seguir adelante, y aun así mi amor por esta tarea continuaba incrementándose y me permitió tener una más que variada fuente de diversión. Me sentía atraído principalmente por la belleza del grupo lepidóptero; dicho de otra manera, por las mariposas, polillas, polillas esfinge, además de las crisálidas y de observar su transformación; y la fase de alimentación y crecimiento de las orugas era otra razón por la que prefería a este grupo numeroso y llamativo. Pronto, no obstante, aprendí a preferir las especies raras a las brillantes, y no tardé mucho tiempo en descubrir, al comparar una estación con otra, que cada especie tiene su tiempo particular para aparecer, algunas dos veces y algunas una sola vez al año; algunas de día, algunas por la tarde y otras a horas bien entradas de la noche.
Los otros únicos insectos que captaron un poco mi interés por ese entonces eran los acuáticos. Me sorprendió muchísimo descubrir que todas las charcas estaban habitadas por escarabajos de agua de diferentes tamaños y formas y observé que reman por sí mismos con la ayuda de la amplia hilera de cerdas de sus patas. Tiraba moscas y polillas en el agua y las observaba levantarse, y comprobé su fuerza relativa al ver cómo algunas especies renunciaban al botín cuando otras aparecían. A las grandes moscas que parecen arañas y corren en la superficie, los escarabajos brillantes que enhebran la superficie en lo que llamábamos un movimiento con figura de ocho, los escarabajos que nadaban de espalda, y a muchos otros, como la garrapata roja, los solía capturar y llevar a un cuenco en mi dormitorio, y allí permanecían, para enojo de las criadas, cuando el agua no olía bien; y luego todos eran alimentados con moscas que se quedaban en las ventanas, hasta que algunos morían y otros tomaban el vuelo de noche y volvían a sus aguas nativas.
Me pasaba todo el día solo pescando bichitos en alguna gravera desierta o a menudo en un gran estanque llamado “Horno de ladrillo”, justo al lado de la arboleda a la que llamábamos “Londres.” Este deporte lo podía practicar también en invierno, y a menudo me he encontrado escarabajos de agua congelados en el hielo que cubría nuestros estanques y los he traído a casa en bloques de hielo para derretirlos. Junto a este mismo horno de ladrillos (de donde salió todo el barro para ladrillos con los que se construyó nuestra casa) había gran cantidad de zarzas, cuyas flores en verano se adornaban con un buen número de las mariposas inglesas más extrañas y hermosas. Entre ellas sobresalían tres variedades de Frittilary y “el almirante negro” (Camilla). Me encontraba con escasa provisión de instrumentos, tanto para capturar como para preservar a mis presas, y muchos insectos de gran valor para el entomólogo, como más tarde descubrí, fueron mutilados al golpearlos con mis sombreros y luego presionarlos entre las hojas de un álbum de papel blanco. Como mis sombreros se llevaban parte de la mutilación, recibía muchas reprimendas por ello, hasta que al fin Miss Newlands, la gobernanta, tejió una pequeña red de cuerdas, un sustituto muy pobre comparado con un equipo provisto de una malla que habría asegurado a los volátiles de igual manera y haciendo que no pudieran salir una vez que estaban dentro. Las más grandes, sin embargo, no podían escapar y el número de capturas pronto llegó a ser mayor que mi paciencia para preservar tantas. Algún tiempo después mi tía Mary me dio un mueble, en adelante llamado “El Secretario de Charles,” una reliquia familiar que no quería usar en su nuevo alojamiento cuando abandonó la casa en la que la abuela Lyell y su hija soltera habían vivido antes en Southampton.
Esta valiosa adquisición se convirtió rápidamente en una vitrina para insectos y en la noble madera del fondo de cada gaveta se colocó una lámina de corcho ya que, aunque la madera era suave, resultaba a veces bastante dura para clavar los alfileres. Aún poseo esta pieza de caoba y, a pesar de que sólo queda bien en un dormitorio, la sigo mirando con cariño y solía tenerla en mi sala en Temple. Traspasar estos insectos a la suave madera de las gavetas significaba ir un paso más allá de presionarlos entre el papel, y algunas de las variedades así preservadas fueron más tarde útiles para Curtis, el entomólogo. El principal de los criados de mi padre, John Devinish, quien había sido contratado para trabajos de botánica y mostró alguna habilidad en el descubrimiento de algunas de las especies más extrañas de ese pequeño grupo de los Jungermanniæ (aliados de los musgos), fue el único compañero que recuerdo haber tenido en mis paseos por el bosque. Con él forjé una alianza tan estricta como su escaso tiempo libre le permitía, pero cualquier simpatía era valiosa, en especial la de alguien suficientemente familiarizado con las especies comunes como para ser capaz de apreciar un gran tesoro cuando se lo llevaba en alguna ocasión triunfal.
En vez de simpatía recibí de casi todo el mundo fuera de mi hogar o signos de ridículo o que me dieran a entender que los intereses de otros chicos eran más varoniles. ¿No me daba cuenta de que los insectos sentían? ¿Para qué servían? La desdeñosa denominación de “caza mariposas” que se aplicaba a mi ocupación favorita siempre me irritaba, puesto que el que se buscara una clase de insectos con exclusión de todos los demás, incluso un naturalista lo consideraría una despectiva designación de mi hobby. Debo confesar también que el órgano de la codicia del que hablan los frenólogos se hallaba más inclinado a la avariciosa delicia de amasar un tesoro que a usarlo, porque se debía más al deseo de poseer los especímenes que se acumulaban que al de informarse sobre ellos. De su historia no sabía casi nada y menos aún de su estructura, aunque sabía distinguir claramente cientos de especies, algunas muy diminutas; y todavía recuerdo perfectamente casi todos, y podría distinguir las polillas y mariposas inglesas entre una colección extranjera, y sin la ayuda de libros daría los nombres de ciertos grupos tales como las “polillas plegadas”, “las de ala delantera amarilla”, etc., etc., de las que más adelante descubrí que se trataban de géneros naturales o familias, y mi regla de oro las había clasificado dentro de sus grupos naturales.
En el transcurso de las vacaciones, durante tres o cuatro años sucesivos, volvía a mis viejas cacerías en el bosque, y me hice tan diestro antes de regresar al colegio que apenas podía resistir la tentación de emplear mis horas libres allí de la misma forma. No podía ver una polilla rara sin atraparla, en especial si no estaba expuesto a las burlas de algún testigo de tal extraña afición. Cuando las cazaba, las ponía entre las hojas de mi diccionario, por ser el único libro que no me miraban en clase. Cuando buscaba una palabra, a menudo encontraba dos páginas firmemente pegadas entre ellas por alguna polilla porque los fluidos de su cuerpo se habían desparramado por las hojas. La mala fama que se otorgaba a mi hobby tuvo un considerable efecto en mi carácter, pues yo era muy sensible a la buena opinión de los demás y, por tanto, lo continué casi a hurtadillas; de modo que aunque nunca me confesé a mí mismo que estaba equivocado siempre pensaba para mis adentros que la mayoría de la gente era demasiado estúpida para comprender el interés de mis aficiones, por lo que tenía el hábito de evitar ser visto, como si me avergonzara de lo que hacía.
Entre las cosas que me estimularon en mi secreta estimación por la entomología, se hallaba cierta cantidad de libros costosos sobre la materia, que encontré en la biblioteca de mi padre. Muchos estaban llenos de ilustraciones, pero no pesaban tanto como los escritos en latín, llenos de descripciones a secas y términos complicados, lo que daba muestra del alto nivel de erudición de los sabios estudiosos que les habían dedicado su tiempo. Pero a excepción de ciertos detalles de Linneo, nunca me preocupé por ninguno de estos escritores entendidos, sino que si veía algo nuevo revisaba todas las ilustraciones hasta encontrar el nombre en aquella cañada real al conocimiento.