El colegio de Salisbury
Por entonces se decidió que Tom y yo dejáramos la escuela del señor Davies, que no era un gran erudito y cuyo grupo de niños era bastante variado y no tan selecto como el que mi padre pensaba encontrar en Salisbury, en la escuela del Doctor Radcliffe. Este Radcliffe era un buen hombre y dirigía una escuela de unos cincuenta niños, todos de las mejores familias de Wilts, Dorset, y parte de Hants. Teníamos a los Portman, a los Windhams, los Berefords (irlandeses), los Beckfords, Preston, y demás. El Doctor era un buen intelectual clásico oxoniense y contaba con dos ujieres. Teníamos un largo periodo de vacaciones en casa entre las clases.
Bartley pertenecía al alcalde Gilbert, y constaba de ochenta acres ingleses, setenta de los cuales se dejaban para el cultivo y producían heno, que era celebrado como el mejor en el condado para los cazadores, porque Lyndhurst estaba a tan solo dos millas de donde se cuidaba a las jaurías de New Forest. La cosecha del heno era todo un acontecimiento en Bartley y cuando volvíamos a casa todos los veranos la siega acababa de comenzar. Tom y yo solíamos acompañar a los segadores todo el día, aprendíamos a segar un poco, jugábamos con Marianne y Fanny en los montones de heno y montábamos en vagones cargados hacia el almiar. Esta cosecha se prolongaba durante las primeras cinco o seis primeras semanas de nuestras vacaciones, porque parte del terreno tardaba otras tres semanas en cortarse. Desde entonces siempre he pensado que la cosecha del heno es una de las escenas más encantadoras que existen. Siempre íbamos ataviados con nuestros rastrillos y horquillas y solíamos competir para ver cuánto éramos capaces de espigar tras un vagón.
Como toda esta pradera no se encontraba cercada y rodeaba la casa formaba un parque de buen tamaño, lleno de viejos robles preciosos, algunos de los cuáles el alcalde cortaba cuando quería unos pocos cientos de libras, razón por la que siempre le guardé rencor, porque conocía a todos los árboles, grandes y pequeños, y los extrañaba del mismo modo que podrías echar en falta un mueble antiguo en una habitación. A cada arboleda y también a cada árbol particular les di nombre. Uno era “Ringwood”, otro “Salisbury”, o “Londres”, o “París”, etc. A los árboles que crecían separados de otros les ponía nombres de flores, una extraña fantasía: así a uno lo llamé “Geranio”. Estos nombres fueron luego adoptados por los más pequeños. Aunque nunca le perdonaré al alcalde haber cortado los robles grandes, también es cierto que no hay nada a lo que fuera más aficionado que a presenciar la caída de estos ejemplares.
Por entonces se nos permitía vagar bastante a nuestro aire y siempre me las arreglaba para enterarme de dónde se iba a cortar árboles, dentro del alcance de nuestros paseos, lo cual era muy frecuente, porque la demanda para la Marina era en aquel tiempo más acuciante; además de los miles de espléndidos robles que se cortaron por entonces cerca de Lyndhurst también se talaron gran número de hayas, pues cada casa tenía derecho a cierta cuota de leña de los bosques del rey. He leído recientemente que los supervisores del Gobierno comprobaron que se habían necesitado cuarenta acres del mejor suelo de robles para construir un navío artillado con setenta y cuatro cañones, robles que tenían un siglo, y sin tocar la mayor parte de los robles jóvenes. En otras palabras, esos cuarenta acres de buena tierra de robles producen un navío de setenta y cuatro cañones por siglo.
El Diario de Agricultura afirma: “En toda Escocia no hay ahora madera suficiente para construir dos grandes buques de guerra.” Cuando en el tiempo al que aludo se construyeron tal número de fragatas y de cañoneros en Portsmouth, que se hallaba tan cerca, y el precio de la madera se encontraba en su cota más alta, puedes suponer cómo anualmente, de una sola vez, grandes espacios veían disminuir su cantidad de árboles nobles. Para evitar que un árbol grande dañara a otro más joven al caer, se requería mucha habilidad al introducir las cuñas, tras lo cual el árbol se cortaba cerca de la raíz, dirigiendo su peso hacia un lugar despejado. Después de introducir la última cuña, el árbol quedaba sujeto por sus raíces, y cuando se cortaban todas menos la más fuerte, aunque ésta ya se hallaba medio cortada, se nos solía dejar el hacha a los niños y teníamos el honor de acabar el trabajo de un solo golpe. Al principio los árboles se movían lentamente, luego caían con gran rapidez y causaban un estruendo magnífico cuando sus ramas se estrellaban contra el suelo.
Acababa de cumplir diez años cuando fui a Salisbury, a dieciséis millas de casa, a la escuela del Doctor Radcliffe, en medio de una gran ciudad, mientras que la escuela de Ringwood se hallaba en los suburbios de una pequeña. A este respecto creímos que el cambio sería para peor. En lugar de un prado como campo de juegos cerca de un río donde nos podíamos bañar y donde estábamos en el campo con sólo caminar un poco, de lo cual disfrutábamos en Davies, teníamos ahora un pequeño patio rodeado de muros y sólo paseábamos dos o tres veces por semana, cuando no llovía, y estábamos obligados a ir en fila por las interminables calles y carreteras polvorientas de las afueras de la ciudad. Parecía una especie de cárcel en comparación, especialmente para mí, acostumbrado a la libertad de un sitio tan salvaje como New Forest. Durante las vacaciones, nuestro paseo favorito era por Old Sarum, el afamado y ruinoso barrio donde una taberna con sus jardines adjuntos para el té envía dos miembros al Parlamento, y que Lord Caledon compró no hace mucho, por su valor total, sin pensar en el aciago día que se acercaba. Sir Rufane Donkin me hizo notar que el hecho de que Alexander Baring hubiese dado 42.000 libras en un año por un vecindario de ese tipo, había destruido su confianza (la de Sir Rufane) en los fondos, porque también en este caso, según dice, comerciantes avispados podían de igual forma calcular mal la era de la esponja que se avecinaba; pero no debo caer en tales digresiones.
Old Sarum es una singular colina de creta aislada, sobre cuya cima hay un espléndido campamento antiguo, con una triple trinchera profunda. He visto muchas, pero ninguna donde las zanjas fueran tan profundas y la pendiente de los terraplenes tan fuerte. Solíamos apilar montones de grandes piedras calizas en las crestas opuestas y hacerlas deslizarse hasta el fondo, donde se rompían al chocar una con otra al caer desde ambos lados. Entonces las examinábamos para ver cuáles tenían cristales de calcedonia en su interior o de cuarzo brillante. Cerca del centro de este espacio llano en medio de colinas y trincheras, había un largo túnel subterráneo del que se decía que había sido usado por la guarnición para extraer agua de un río que pasaba por debajo. Pero cualquiera que haya sido su antiguo uso, se convirtió en una gran fuente de diversión para nosotros. De acuerdo con las costumbres establecidas, yo y otros visitantes nuevos fuimos conducidos hasta la boca de un pasadizo subterráneo donde el aire era muy frío. Mientras permanecíamos mirando hacia abajo perplejos, nos contaron toda suerte de cuentos acerca de su enorme profundidad y de cómo se estrechaba cada vez más a medida que se descendía y terminaba en una piscina de agua. Luego, uno de ellos se puso detrás de nosotros y nos golpeó a todos en los sombreros, que empezaron a rodar hacia el fondo y pronto se perdieron de vista. Después de una gran carcajada a nuestras expensas cuando pensábamos consternados en desfilar por las calles de Sarum sin sombrero, se designó a un guía cuyo deber era llevarnos a todos abajo en busca de nuestra propiedad perdida. Bajamos muchas yardas en posición erguida hasta que nos vimos obligados a inclinarnos. Allí encontré mi sombrero, pero otros habían caído más lejos y sus propietarios tuvieron que agacharse y gatear con su guía. Pronto alcanzaron una amplia sala muy oscura donde, después de tantear en la oscuridad, encontraron sus sombreros, bastante dañados, por supuesto, como se hallaba el mío, al haber chocado contra la caliza mojada y las piedras cortantes al caer. El pasadizo seguía más adelante, pero su longitud total la desconozco.
En Ringwood mis estudios se limitaron al inglés, a leer, escribir y aprender cosas de memoria. En Sarum empecé con la gramática latina que, aun siendo desagradable, es considerada por la mayoría de los alumnos como una parte de su promoción cuando se inician en ella. No había nada en Radcliffe para estimular el interés de los chicos y como yo tenía aversión al trabajo, que nada excepto un estímulo tal podía vencer, aprendí muy poco durante los dos años que estuve en esta escuela.
Bartley aún se me presenta, y a todos nosotros, como un hogar, más incluso que éste (Kinnordy). Es la casa de nuestros recuerdos, al menos, y era el lugar donde Tom y yo pasábamos las vacaciones del colegio. Si las hubiera pasado aquí, estoy seguro de que habría hallado un deleite en Kinnordy que jamás tendré ahora, por mucho que quiera. Todos los árboles del parque eran robles y en los setos y zanjas que los rodeaban había robles, hayas y grupos de abetos. Cerca de un grupo al que llamé “Londres” había un viejo horno de ladrillos, descuidado y lleno de zarzas, que volveré a mencionar. Un grupo de árboles en lo alto de una colina era “Romsey”, y un árbol solitario frente al ala derecha de nuestra casa siempre fue conocido como “La Sombrilla”, por su forma. Era un árbol noble, que se extendía parejamente en todas las direcciones.