Recuerdos de la primera infancia
Nací el 14 de noviembre de 1797 en Kinnordy. “El cielo no lucía lleno de incendios el día de mi nacimiento” 1, pero hubo un invierno y una primavera extraordinarios, tan cálidos que mi madre dormía toda la noche con las ventanas de su alcoba abiertas, lo que sin duda presagiaba algo singular en su hijo; con absoluta seguridad fue proclamado el más escandaloso e infatigable llorón de todos los mocosos de Angus, y mientras él prosperaba con vigor, mantenía a los demás despiertos con su bulla toda la noche. Además, pasaron más de doce meses hasta que me salió un diente y una anciana de Southampton, al ver que mis encías eran muy duras y que podía comer bien con ellas, con toda consideración trató de convencer a mi madre de que su primogénito jamás tendría dientes.
Poco tiempo después fui a vivir a Hants. Cuando tenía tres meses me llevaron a Inverary, luego a Ilfracombe, en Devon, más tarde a Weymouth y finalmente a Southampton, donde nació Tom2. Mi padre entonces firmó un alquiler por catorce años en Bartley Lodge, en New Forest (Hants), aunque permanecería allí otros catorce más.
Lo primero de lo que tengo un claro recuerdo es de aprender el abecedario. Creo que tenía como tres años en aquel tiempo, y cuatro y medio cuando ocurrió un suceso inolvidable. Mis padres se hallaban de camino a Kinnordy para pasar el verano allí, y estaban a etapa y media de Edimburgo, con Tom y conmigo en el carruaje. Detrás venía otra posta con dos doncellas, la cocinera, Fanny y Marianne (un bebé entonces). En una estrecha carretera, con una escarpada ladera en lo alto y un precipicio por abajo y sin parapeto lateral, un rebaño de ovejas irrumpió en la calzada asustando a los caballos. Echaron a correr y en un instante desaparecieron de vista ladera arriba el cochero, los caballos y demás. Nadie resultó herido, salvo una de las doncellas, a la que un cristal roto le hizo un corte en el brazo. Mi padre rompió el cristal superior y sacó a Fanny y a Marianne por la abertura. Posteriormente salieron todos y mientras se sentaban a un lado, con una doncella desmayándose y mi madre limpiándole la sangre del brazo a la otra, pasó una posta con dos señoritas y un caballero que se fijaron en ellas y siguieron adelante sin ofrecer ayuda. Un pastor hubiera sido más servicial. A Tom y a mí nos habían dejado en el carruaje. Nos lo tomamos como un agradable pasatiempo y me acusaron de haber inducido a Tom para ayudarme a desvalijar los bolsillos del carruaje de todos los bollos y demás comestibles, que engullimos a toda prisa por temor a ser interrumpidos.
El siguiente suceso que recuerdo es la llegada de una mujer ridícula que tenía atemorizado a Kirriemuir y solía rondar Kinnordy muy a menudo, jurando que no abandonaría la ciudad hasta que se llevara a uno de los hijos del terrateniente. Un día atacó con furia desmesurada a nuestras cuidadoras mientras estaban con nosotros al aire libre quienes, asustadas por el acoso al que las sometió, echaron a correr. Tras varias visitas como ésta, que causaron gran impresión en mi imaginación, atraparon a la pobre criatura y la encerraron en un establo, después de lo cual nunca regresó. En realidad, no recuerdo nada que valga la pena mencionar hasta al menos tres años más tarde. Vivíamos en Bartley y dábamos paseos por ese bello paisaje de bosques silvestres junto a nuestras cuidadoras. La abuela Lyell llegó desde Escocia con sus dos hijas y se estableció en Southampton. Sus frecuentes visitas a Bartley se convertían en grandes acontecimientos para los niños, ya que siempre traía regalos como juguetes, golosinas, etc. Tuve que esperar casi un año para ir a la escuela, hasta que Tom pudiera ir conmigo. Cuando tenía siete años y tres cuartos, fui enviado a Ringwood, al colegio de R.S. Davies, que contaba con unos cincuenta alumnos, calculo. ¡Menuda experiencia es esta en la vida de un niño! Es un mundo completamente nuevo, y uno bastante duro, especialmente si el niño ha sido cuidado y mimado.
Me resulta asombroso poder recordar escenas que parecen tan distantes, y con todo tan vivamente grabadas en mi mente. Tom y yo, junto con otros tres niños, éramos los más pequeños de la escuela. Uno de ellos era un amiguito de nombre Montague, que debió haber sido un completo Billy Bottom, preparado para cualquier aventura, quien se convirtió en nuestro líder, nos enseñó juegos y otras muchas cosas, y a quien acudíamos cuando necesitábamos explicaciones. Yo llegué a mitad de año y me quedé unas diez semanas antes de las vacaciones. Unas semanas después de mi llegada ocurrió una pelea entre los niños de la ciudad y los nuestros. A ellos se les conocía como “Los Canallas”, y nos pusieron el mote de “Los Gatos Latinos”. Hubo un desafío, no sé quién lo lanzó, para pelear; fue aceptado, se fijó un día, las armas con las que se lucharía (palos), su tamaño, y todo lo demás. Se decidió en consejo de guerra que los cinco menores éramos muy pequeños para ser soldados, así que nos dejaron aparte, aunque obligados a guardar el secreto. Fuimos llamados individualmente y nos informaron de que apenas balbuceáramos algo cuando nos preguntaran por este asunto nos romperían todos los huesos. Al caer la tarde, todos los chicos de la escuela marchamos a encontrarnos con el enemigo. Debían de tener trifulcas constantes porque a pesar de que las noticias se esparcieron a tiempo por Davies y algunos comerciantes corrieron a separarlos, ya se habían roto gran número de cabezas. Se suprimieron diez días de nuestras vacaciones y nos impusieron tareas extra, además de leernos un sermón por ese acto atroz. Por aquel entonces, el contrabando estaba activo en la costa y jugar a los ‘contrabandistas’ era nuestro juego favorito. Un equipo hacía de los oficiales de aduana y otro de contrabandistas, con barriles y demás. La primera vez que jugamos, al no saber lo que iba a pasar, estaba tan asustado por la sorpresa y el griterío en la fila de la falsa pelea cuando nos posicionamos detrás del muro de un callejón oscuro, que temblé por mi vida.
En aquel tiempo la expectativa de una invasión francesa era general y se reclutó a los “voluntarios”. Mi padre aceptó una capitanía y se ordenó que sus tropas fueran a Ringwood, un acontecimiento agradable para nosotros. Antes de mi primer regreso por vacaciones se estaban celebrando los festejos por la victoria de Trafalgar. Hubo hogueras en lo alto de cada colina alrededor de Ringwood, lo que producía un gran efecto por la noche: iluminaban la ciudad, donde casi todas las farolas exteriores se habían apagado como señal de duelo por Nelson. La banda de voluntarios tocó “Rule Britannia” y “Battle of the Nile” mientras la gente cantaba de pie alrededor de una gran hoguera en el mercado. Los voluntarios estaban resentidos con el alcalde de Ringwood porque ni contribuía a sus fondos ni les dejaba ejercitarse en un terreno suyo, así que tiraron petardos a sus ventanas y prendieron fuego a las cortinas de la sala, que se extinguieron con dificultad. Recuerdo perfectamente haber participado del sentimiento mixto de pesar por la muerte de Nelson y del triunfo por la gran victoria. El gobierno, alertando a los voluntarios, emitió una falsa alarma en Portsmouth y Southampton de que los franceses habían desembarcado. Desde entonces he oído que esto fue una forma de avivar el sentimiento antigalo. Sonaron tambores de guerra. La tropa de mi padre se presentó. Mi madre hizo las maletas para salir volando hacia el interior. Casi le cuesta la vida a mi abuela porque estaba muerta de miedo.
La vuelta a la libertad y las comodidades del hogar, después de las penurias de una escuela infantil, es la más deliciosa de todas las experiencias, aunque siempre me cansaba de la ociosidad hogareña y casi me alegraba de regresar a la escuela. Poco después de mi vuelta a las clases presencié dos extrañas exhibiciones. Una fue ver cómo le cortaban la cabeza a un pato, tras lo cual el ave corrió una distancia corta, lo que nos pareció divertido. La otra fue la matanza de un ternero, que recuerdo que me impresionó excesivamente. Aún creo ver al animal aturdido por la sangre, la primera ejecución de esa clase que vi. El pequeño Montague, quien nos inició en estas cosas, nos llevó ese mismo semestre a ver un cadáver. Una pariente (relativamente joven) de la señora Cleater, un personaje no menos importante que lo que representa el vendedor acreditado de pan de jengibre y tartas para la escuela, había muerto en la puerta de al lado del colegio. Vimos el cuerpo extendido, cubierto con flores; recuerdo haber pensado que era una visión agradable. Montague sabía que Tom y yo éramos amigos de Rachel Davies, una niña de unos trece años, hija del profesor y reverendo del colegio; así que pensó enviarme a la señorita Rachel para que le pidiera a su padre, como un gran favor, que nos dejara a los pequeños, incluido Montague, asistir al funeral. Ella obtuvo este favor y nos llevó. Su padre oficiaba. Creímos tener buena suerte, ya que ese mismo día enterraban a un soldado y lanzaron salvas sobre su tumba.
Las semanas siguientes no hicimos más que jugar a los funerales. Cavábamos pequeñas tumbas cerca de la esquina del campo de juego o en cualquier lugar donde jugáramos y llevábamos pilas de madera cubiertas con un trozo de tela a modo de féretros mientras otros se llevaban los pañuelos a los ojos como si estuvieran llorando. Aún me parece ver a Montague con una bata por encima, levantando las manos y repitiendo con una mímica exacta a nuestro viejo pedagogo: “Las cenizas a las cenizas y el polvo al polvo”. Cuando enterrábamos a soldados nos poníamos en fila para representar a la mosquetería y tirábamos puñados de tierra a modo de humo.
De entre todas las terribles experiencias por las que tuvimos que pasar, pensábamos que la peor, sin comparación, era ir a la iglesia, estar sentados durante horas sin hacer nada; algo mucho más intolerable que las lecciones, en las que siempre había una mezcla de placer. Llevábamos mármoles en los bolsillos para jugar a “par o impar”, para aliviar el tedio, así como muchos otros artilugios, de manera que a menudo nos castigaban. Una vez que regresábamos de la iglesia le pregunté a Montague qué significaría eso de “aplastar a Satán bajo nuestros pies.” Él siempre tenía respuesta para todo, y por esa razón mantenía su autoridad entre nosotros, quienes creíamos fehacientemente en sus decisiones y explicaciones. Pero ésta era una pregunta difícil. Él respondió, no obstante, sin pensarlo dos veces: “No sé explicarte, pero te mostraré cómo hacerlo.” Así que llevó a nuestra pequeña pandilla hasta un charco de agua y después de quitarse los zapatos y los calcetines, saltó dentro de él salpicándonos, y luego dijo que había estado aplastando a Satán. No presumí de dudar acerca de esta interpretación, pero años después pensé que era extraño que no hubiese saltado sobre un trozo de satén en vez de agua, que era sólo suave como satén.
Todavía no había cumplido diez años y seguía en Ringwood. En el último semestre que pasé allí, un grupo de cómicos ambulantes levantó una carpa en un cobertizo y persuadió a nuestro maestro para que toda la escuela asistiera. Representaron Hamlet. Yo nunca había leído una obra de teatro, ni tenía noción alguna de tal cosa previamente, y me metí tanto en ella que mi impresión permaneció muy vívida y, cuando años después leí la obra, sentí que su efecto era mucho más fuerte debido a aquel recuerdo. Casi todas las veces en que he leído primero a Shakespeare, luego he sentido que la interpretación se quedaba pequeña ante mi concepción de la obra a partir de su lectura, aparte de la natural indignación que uno siente por las libertades que se toman alterando el texto, algo que nunca he podido soportar, ni siquiera en mis días de colegial. Recuerdo haberme quedado perplejo con la obra dentro de la obra en Hamlet, pero disfruté muchísimo con la escena del fantasma. Me gustaría mucho saber cuál era el grado de mediocridad de los pobres cómicos ambulantes, pues me pregunto si alguna vez he creído ver alguna actuación comparable a la suya.
- Referencia a Enrique IV, de Shakespeare.
- Su primer hermano.