Barranco de Río
El día 1 de junio. El paseo tuvo lugar subiendo por el Barranco del Infierno, al lado de cuya desembocadura está situada Adeje y a cuya agua debe su fertilidad. Tras haber seguido un buen trecho a lo largo de los conductos de agua encontrando una cantidad interesante de plantas el valle se estrechaba, las rocas eran más verticales y dentadas, como extrañas torres puntiagudas. Cada lugar que lo permitía se hallaba cultivado; incluso hay plantado Arum (Colocasia, ñame) a lo largo de los conductos de agua. En el fondo del valle hay higueras, perales y ciruelos con fruta madura. Los avellanos no crecen bien. El agua fluía libre por fin y formaba escenarios encantadores con los árboles plantados junto a las torres almenadas. El valle se estrecha mucho, como un abismo montañoso. Finalmente, nos detuvimos donde acababa, lugar en el que un arroyo cae como una enorme cascada en dos brazos. En el fondo había un pequeño rincón circular, inaccesible excepto por el cauce del agua, indescriptiblemente pintoresco. Todo el valle me pareció, a pesar del nombre, un paraíso inmaculado, ya sea por el contraste con los desiertos que habíamos recorrido, ya por la sensación evocadora que provocaba en mí por su parecido con los entornos nórdicos. Este valle difícilmente tiene alguno semejante en Tenerife.
Día 2. Hasta donde llega el agua y se distribuye hay campos verdes de viñas y maíz. Donde no llega están más secos, más pardos. Sólo hay cereal en tiempo de lluvias y ya estaba recogido. Los manantiales proporcionan tanta animación y encanto que se aprende a apreciarlos, en especial bajo el sol ardiente. Uno no se cansa de contemplar el agua danzando, de refrescarse junto a una enorme cascada, de apagar la sed con su refrescante líquido. Por sí misma trae vida y fertilidad. Donde hay un manantial hay un pueblo; donde hay un arroyo, una ciudad.
Christen Smith, Diario del viaje a las Islas Canarias (1815)
Traducción de Cristina Hansen