Curiosidad por los extranjeros
A la mañana siguiente invité a mi anfitrión a compartir mi desayuno. Tenía pan, vino y pescado salado. Al ver el pan el padre se quedó con la boca abierta. No lo había probado nunca, así como tampoco había bebido vino en su vida. La novedad de la llegada de un extranjero que comía pan se extendió rápidamente por toda la aldea [Taborno], que no cuenta sino con una docena de casas. En un momento hombres, mujeres y niños estaban alrededor nuestro, con la esperanza de recibir un pedazo de ese alimento tan raro. No pude resistirme a sus deseos y en pocos minutos todas mis provisiones desaparecieron. El vino siguió el mismo camino y no dejaron ni una gota. Al beberlo todos hacían las muecas más cómicas. Después de haberse comido todo estuvieron de acuerdo en declarar que el pan y el vino no valían nada y que había que ser de una especie diferente a ellos para vivir de tales alimentos. Llegué a Las Carboneras sin nada.
Es este pueblo asistí a una escena que no podré olvidar. No había encontrado huevos ni aves de corral; sólo pude obtener algunas papas. Lo cierto es que la mayoría de la gente se apresuraba a huir desde que me veía y me resultaba difícil dirigirles la palabra. Hice una gran masacre de jilgueros que cocí con las papas. […] Agotado de fatiga me acosté en un cobertizo sobre un montón de millo. Apenas me había echado vi avanzar a paso de lobo una treintena de individuos descalzos, envueltos en mantas de lana blanca, que trataban de ver a los extranjeros, los primeros que llegaban desde hacía muchos años. Se deslizaban sin ruido a lo largo del recinto. Cuando el que estaba en cabeza había mirado lo suficiente por un resquicio de la puerta cedía su sitio al siguiente. Involuntariamente hice un movimiento y el grupo huyó despavorido en todas direcciones.
René Verneau, Cinco años de estancia en las Islas Canarias (1891)
Traducción de José Antonio Delgado Luis