Semana Santa
El tercer día de nuestra excursión era el Domingo de Ramos, festividad de gran importancia en Tenerife. Mientras me vestía presencié la populosa concentración de gentes del campo y de la ciudad en el césped delante de la iglesia y en la plaza, bajo mi ventana. Las mujeres llevaban alegres pañuelos de seda atados a la cabeza y sombreritos de paja, que parecían de juguete, estratégicamente colocados sobre la coronilla. El resto de su vestimenta no era tan llamativo. Sus impecables trajes estaban hechos con telas estampadas de algodón. Los hombres, en cambio, parecían auténticos dandis. Un joven petimetre, por ejemplo, ataviado con una ajustada chaqueta de algodón blanca y negra, largo pañuelo rojo y pantalón blanco como la nieve, se pavoneaba soberbio en la plaza, atusándose los bigotes a la vez que dominaba su caballo. Al igual que la mayoría portaba una palma en la mano.
Cuando las campanas tocaron a misa, entré en la iglesia con todos. Pronto no quedó espacio sin ocupar. Las mujeres se dirigieron a un lado, con lo que los cientos de pañuelos –violetas, amarillos, rojos y azules- a los que se les había desprendido los sombreritos de paja, producían un efecto sumamente llamativo. Los hombres se mostraban casi tan reverentes durante el oficio como las mujeres. Las dos o tres únicas excepciones eran unos acicalados adolescentes quienes, apoyados contra las columnas, charlaban ociosamente sin apartar la mirada de las damas. Pero incluso ellos llevaban palmas. El aleteo de las frondas por toda la iglesia refrescaba considerablemente el ambiente. De un extremo a otro del coro colgaba un fino velo de gasa que simbolizaba el velo del Templo. Al siguiente viernes sería rasgado teatralmente en dos y posteriormente las imágenes del Cristo crucificado y de la Virgen Dolorosa atravesarían el pasillo, recorriendo las calles hasta el Calvario donde, entre sollozos, se representaría la escena del entierro en la cueva de Arimatea. Hoy el velo, al igual que las palmas, parecía refrescar la calurosa iglesia.
Charles Edwardes, Excursiones y estudios en las Islas Canarias (1888)
Traducción de Pedro Arbona Ponce